«Desde las alturas descienden las almas bellas para decir que no hay violencia justificable, que toda destrucción está condenada al rincón de la barbarie. Romper algunos vidrios, destruir la propiedad privada, son comportamientos que deben ser desterrados. ¿Tienen algo que decir acerca de la violencia inmanente del sistema? La multitud de voces que opinan por todas partes asumen que la autenticidad del descontento social está marcada por la no violencia que éste toma, es decir, si por alguna razón la ira estalla y las multitudes deciden que lo mejor es la resistencia activa, de manera inmediata se pierde toda legitimidad. Surge como de la nada una cadena de equivalencias sobre las que se sostiene el edificio crítico hacia toda violencia, a saber: autenticidad = legitimidad = no violencia.
La mayor parte de aquellos que condenan los estallidos aceptan sin empachos la corrección política y veneran al lenguaje como una dimensión profundamente mística, y al mismo tiempo, capaz de transmitir inmediatamente todo cuanto ha de ser dicho y significado acerca de algo que haya ocurrido. Creen ser capaces de agotar ontológicamente a la cosa desde la primera mirada. Actualmente se vuelve a imponer por encima de todo el lenguaje político una especie de “jerga de la autenticidad”. De pretendida y dudosa neutralidad está hecha la toma de partido más ofensiva, porque no alcanza la claridad de lo público, se refugia en los intersticios lingüísticos, se asume como ajena a toda la estructura del poder y cínicamente justifica los excesos de éste.
Los bienintencionados de la autenticidad pueden ser personas que no sepan (o hagan como si no supieran) del alcance de su entronización del resplandecer de la verdad diáfana. Es justamente aquí donde más patente se hace el peligro de su prevalecer, pues son ellos quienes pueden aparecer como los “neutrales”, los “objetivos”. Empero no hay que olvidar que esa pretensión es una estrategia retórica que pretende destruir el mecanismo de argumentación de la contraparte. Se sitúan como contradicción de lo irracional, adalides de la civilización que piden el uso de la fuerza, con falsa sutileza se ubican por encima del debate concreto de las demandas para hablar sobre el aparato abstracto de juicio en que se puede decidir sobre lo aceptable e inaceptable en la democracia. Son depositarios de una verdad transhistórica que revela la lógica de “progreso” y del “avance histórico” más allá de toda ideología posible. Ellos son quienes pueden decidir objetivamente sobre la verdad o la falsedad de un suceso político, en sus mentes reposa un criterio absoluto que con pretendida humildad se afirma finito sólo para deslegitimar la crítica hacia la axiomática que lo regula. Pero si prestamos un poco de atención concluiremos, como Adorno, que: “En la jerga [de la autenticidad] se disipa la diferencia entre el más que el lenguaje busca a tientas y su ser-en-sí. La hipocresía se convierte en un a priori: el lenguaje cotidiano se habla aquí y ahora como si fuera sagrado”. Y lo sagrado en las sociedades que se afirman seculares es tan intocable como en cualquier teocracia.»
Genial, simplemente.