Lo primero que llama la atención sobre el “Caso Espinar” es esa exigencia ética desmesurada y sin límite en el tiempo que solo se aplica a ciertas personas. Resulta inaudito que en un país que tolera la corrupción de un modo casi obsceno, se exija a los representantes políticos de izquierda un comportamiento tan exento de todo reproche que solo dos tipos de seres puedan tener: los ángeles y los recién nacidos. Ni siquiera los santos padres de la iglesia necesitan de tal virtud: San Agustín era un mujeriego y vividor. El pensamiento reaccionario cree en la redención. Pero, ¡ay! si eres rojillo la cosa cambia.
¿Cuándo tenías 20 años fuiste a una despedida de soltero en la que había un striptease? Ya estás invalidado para la lucha feminista. ¿Te fumaste un día un viernes del curro porque te habías acostado a las tantas con unas cuantas copas? Invalidado para la administración pública. ¿Fuiste con tu padre de niño a coger nidos? Invalidado para la lucha ecologista. Esto ha llegado a extremos absurdos y, además, no tiene fin en el tiempo. No se exige ya una imposible santidad en el ejercicio de lo público sino en cualquier momento de la historia personal.
En segundo lugar. Colaborar en esta caza de brujas es hacerle el juego al poder corrupto. La única manera de que históricamente pueda subsistir este estado de latrocinio continuado es que se extienda una conciencia de que todo es lo mismo. El sentido común existente está pleno de tales justificaciones. En las oficinas se dice: "¿acaso nosotros no robamos folios?" Y luego se sentencia: "pues es lo mismo”, para terminar con el inevitable: "este es un país de pícaros". O se habla del nepotismo y se justifica con: "veríamos si estuvieses tú y te pidiera trabajo un familiar".
Todo este sentido común hace que sea igual robar un folio que 4.000 millones. Que sea lo mismo escaquearse más tiempo en el café que promover estafas bancarias millonarias. En ese estado de cosas, la sobreatención mediática a miserias como que un chaval gane 19.000 euros en cuatro años por la venta legal de inmueble nos hablan de que existe, como mínimo, un problema de escala. De desmesura. Se engrandece lo pequeño para empequeñecer lo grande. Colaborar en esto es reírle la gracia a los saqueadores que están bien satisfechos de que nosotros manguemos lápices mientras no les afeemos que roben países enteros.
De esto habla Juan Carlos Monedero en un libro pero no recuerdo cuál, si no, lo citaba a él que lo explica mejor. Y por cierto, no, no es lo mismo. El comportamiento ético es una línea con límites difusos, pero con límites. Mangar bolis en el curro está feo, aunque quizá muchos puedan perdonarse esa debilidad, pero esas mismas personas no estafarían ni dejarían en la calle a sus vecinos.
En tercer lugar, no sé Ramón Espinar, pero yo no soy deudor eterno de lo que dije con 21 años, ni de lo que pensé ni de lo que hice. Y nada de eso me incapacita para cualquier actividad futura. El que quiera venir a pasarme la cuenta de mis posibles pecados de adolescencia que vaya a otra ventanilla.
En cuarto lugar, existe un tipo de personas, que justifican su quietismo con una exigencia de moralidad imposible de lograr. Es la misma lógica que usa la gente para no colaborar, por ejemplo, con las ONG. Pueden pasar décadas sin una sola mala noticia, pero basta un solo caso que merezca reproche para que miles de oportunistas justifiquen su egoísmo diciendo que no van a donar su dinero donde no se usa adecuadamente. Para tales tipos, el listón ético está tan alto como se necesite siempre que justifique no hacer nada. Por supuesto, no son tan estrictos en la compra diaria, para tener la cuenta en el BBVA o comprar el coche en Citroën. Tampoco la ropa de Zara o los yogures de Nestlé. Entonces el listón se hace invisible. En el caso que nos ocupa, este cuestionamiento permanente de los representantes públicos sirve únicamente para adquirir una pátina ética gratis, sin hacer nada. No tienes que mancharte las manos, simplemente indignarte y rajar. Eso tiene un nombre: se llama fariseísmo.
Y en quinto lugar, el asunto de Espinar es manifiestamente ridículo. O sea, que un chaval de 21 años justo en el declive de la burbuja tiene la brillante idea de hacerse especulador inmobiliario. Le pide dinero a su abuela, otra especuladora, y entre los dos se compran una mansión de 150.000 pavos y 60 metros cuadrados. ¿En Beverly Hills? Parecido: en Alcobendas. Luego, cuatro años después obtiene la exorbitante cifra de 19.000 eurazos de beneficio, es decir, un 6,5% anual, que, poco más o menos era lo que daban entonces los depósitos de plazo fijo. ¡Un nuevo Soros! ¡Qué fenómeno! ¡Lo van a estudiar en la London School of Economics! Para más inri, ni siquiera la vende al precio que quiere, sino a un precio obligatorio tasado por un organismo público lo que, en buena lógica, debería eliminar de la ecuación la "voluntad especulativa". Supongo que repartió los beneficios con su abuela y volvió a su vida de lujo con sus 480 euros al mes. En fin, esto mueve a risa. Aún digo más. Incluso aunque con 21 años Espinar, cuando aún no era nada en Podemos ni existía Podemos, y no era más que un chavalín, hubiese tenido la idea de ganarse cuatro duros con una operación inmobiliaria legal, tampoco habría nada que objetarle. ¿O ya tenía que ser concienciado desde que estaba en la teta de su madre?