Rebeldes desde el sofá: la gran mentira de la indignación
REBECA YANKE Madrid 13 ene. 2018 03:41
Asamblea en la Puerta del Sol durante el 15-M. / GONZALO ARROYO
Levantó del sofá a parte de la sociedad española, situó el país en el mapa de la revuelta, generó esperanza, puso los mimbres de una nueva forma de hacer política y aceleró el fin del bipartidismo en una nación asentada en tal dinámica. Era 2011, el despertar de la indignación y del 15-M en España. Era también la época en que las redes sociales deslumbraban y acercaban, peligrosamente, al interminable pozo de la opinatitis.
En 2012, además, la plataforma de origen estadounidense Change.org se fusionó con la española Actuable y comenzó a popularizarse en nuestro país una nueva forma de participación social que se sirve precisamente de la indignación como empuje: el clicactivismo. No es la única estructura que permite que cualquier ciudadano, presuntamente, genere cambios a golpe de clic. Existen también Avaaz, CitizenGo, Facebook y hasta la organización conservadora HazteOir.org lo fomenta
Más de un lustro después, se impone la reflexión. ¿Hasta qué punto la indignación lleva a la acción? Y, mientras tanto, ¿nos ha convertido el proceso de indignarnos, al calor de las redes sociales, en jueces y opinadores de salón? Piensa el escritor Santiago Alba Rico, autor, entre otros volúmenes, de Ser o no ser (un cuerpo), publicado por Seix Barral en 2017, que "el que se indigna se cree justo" y siente, además "un enorme placer en sentirse justo y, por tanto, en indignarse". En este bucle en el que cualquiera puede convertirse en "justiciero", Alba Rico cree que "se han abierto dos vertientes: una positiva, resultado de una crisis institucional, como fue el 15-M, en la que una indignación colectiva puede ser matriz de cambios y de una nueva conciencia, y una segunda que fomenta que nos pasemos el día aplicando sentencias sumarísimas, como si viviéramos en un estado de guerra permanente".
"El problema llega cuando la indignación se fragmenta y se individualiza a través de las redes sociales. Lo propio de las guerras es que, mientras duran, se suspenden las garantías procesales que suelen conducir al fusilamiento del acusado. Estamos constantemente fusilando a todo el mundo, con el placer de sentirnos justos allí donde no podemos hacer otra cosa que indignarnos", desarrolla en conversación con Papel.
Cartel de los indignados en la Puerta del Sol. / FERNANDO CASTELLÓ
Esas mismas redes sociales son, sin embargo, las que permiten que el llamamiento de cualquier ciudadano tenga posibilidades de éxito a través un gesto que, en principio, es signo de generosidad: compartir. Sólo que en esta era lo que se comparten son peticiones de cambio digitales o posts indignados. José Antonio Ritoré, director de Change.org, menciona el caso de Anna González, cuyo marido fue atropellado por un camionero cuando montaba en bicicleta en 2013 y murió en el acto. El conductor no se detuvo, luego fue acusado de una imprudencia leve y, después, se archivó la causa. "Esto es imparable porque convierte a personas anónimas en líderes de movimientos. Este mes se vota en el Congreso la modificación del Código Penal para que se amplíe de cuatro a nueve años de prisión la condena para los conductores que arrollen a ciclistas o peatones. Anna puso de acuerdo a toda la comunidad ciclista y a todos los partidos", cuenta.
Ritoré reconoce que "son la indignación y el asombro los grandes movilizadores de opinión y de viralidad" y también que "esto no explotó hasta que lo hizo el 15-M". "Hay personas que deciden convertir la indignación en acción y usan el punto de partida de la petición. Son personas que lanzan un grito al vacío, en un momento de desahogo y, al final, Change canaliza ese desahogo en empoderamiento", resume.
Es lo que el escritor y ensayista Eloy Fernández Porta -Premio Anagrama en 2010 y Premio Ciudad de Barcelona de ensayo en 2012- describe como la indignación que "hace hablar bien". "El indignado se vuelve locuaz, elocuente, se hace escuchar llevado por la ira, encuentra de pronto en su vocabulario términos que no suele usar y formas sintácticas que no se le habían oído antes".
"Según la teoría clásica de la argumentación, la indignatio tiene el propósito de conmover a los oyentes para que simpaticen con la indignación del orador, detestando, como él, a sus adversarios y sintiendo desdén por los actos que él mismo desdeña. En la Grecia clásica, sólo Aristóteles defendió el valor oratorio de la indignación, porque el código argumentativo imponía dejar fuera del discurso los factores emotivos y pasionales para atenerse a los hechos", amplía este escritor.
Manifestación en Puerta de Hierro (Madrid). / GONZALO ARROYO
Pero la indignación es básicamente emoción, y así la define, entre otros, la investigadora Emmy Eklundh que, en 2014, analizó el movimiento en su ensayo Who is speaking? The indignados as political subjects: "Uno podría decir que los indignados no tienen una reclamación unificada, algo que es común en los movimientos de protesta, como el feminismo, el movimiento gay o los verdes. Su nombre es una emoción en sí misma y no una reclamación", afirmaba.
En ¡Indignaos!, Stephane Hessel advertía de que era la "indiferencia la peor de las actitudes". Y el intelectual Fabrizio Andreella recuerda que, el 11 de febrero de 1917, Antonio Gramsci publicaba en La Città Futura "un apasionado artículo en contra de la indiferencia como 'peso muerto de la historia' que 'opera pasivamente pero opera'". "Odio a los indiferentes porque me molesta su lloriqueo de eternos inocentes", escribía. Un siglo más tarde, Andreella insta a preguntarse "cuáles son hoy los nuevos rostros de la indiferencia y del lloriqueo inocente".
Sostiene este escritor italiano que "una nueva forma sutil de indiferencia es la indignación, que es una especie de indiferencia con verborrea". "Todos nos indignamos por algo. Por lo que hacen el Gobierno, los jóvenes, los medios, la economía, la Iglesia, los yihadistas, los pedófilos... Cada quien tiene su dosis de indignación que defecar y, ahora, las letrinas más populares tienen paredes transparentes: se llaman redes sociales. Hoy, indiferencia e indignación van de la mano, se sostienen la una a la otra. La primera sirve para sobrevivir al fracaso de los sueños colectivos. La segunda, para no cargar con la responsabilidad o complicidad de ese fracaso".
Su discurso se alinea con el de Alba Rico cuando éste afirma que "cada uno se aferra a su propia indignación como un indicio irrefutable de su propia capacidad para la justicia". "En paredes virtuales fusilamos a quien no nos cae bien y esto es peligroso porque las redes han eliminado las mediaciones. Pensamos directamente en la Red y esto obliga a replantearnos en términos jurídicos la frontera entre lo público y lo privado; la linde entre pensar y hablar ha quedado borrada porque el pensamiento de la humanidad queda expuesto a la luz", amplía.
Y se pregunta si "se pueden penalizar los pensamientos". "Diría que no. Ocurre ahora que el cerebro de la humanidad es enteramente transparente. Han quedado suspendidos los protocolos y las ceremonias, pensamos con nuestra indignación. No debería ser considerado delito pero deteriora los protocolos de convivencia que han permitido a los seres humanos relacionarse sin matarse", piensa.
Andreella cree que "la indignación se ha vuelto un género literario con la llegada de los social media, en un modelo de business donde el complot y la provocación son los ingredientes principales para organizar la admiración del ego hacia su misma perspicacia". Piensa este pensador muy preocupado por "esta época dura" en que vivimos que "la indignación se manifiesta como un estado de ánimo autosuficiente y endémico que ya no necesita de la realidad para sustentarse. Al contrario, determina la manera en que la realidad es percibida y estructurada".
Por todo lo anterior, considera Andreella que quedamos "atrapados en la indignación" y que, así, "no podemos intervenir en la realidad porque estamos demasiado preocupados en describirla". "Indignarse no es interesarse en la realidad sino más bien una toma de distancia psicológica que rechaza una implicación en lo que existe cerca de nosotros y hace evaporar las buenas intenciones".
Todo resulta bastante propio del carácter español porque, como afirma Borja Adsuara, profesor y consultor de estrategia digital, "tenemos un problema para asumir la parte de responsabilidad que nos toca". "No sabemos quejarnos, nos encanta hacerlo pero lo hacemos mal, de una forma más explosiva que efectiva. En un primer momento, la indignación es instintiva, desde el sofá, pero debería pasar de la protesta a la propuesta", apunta. Y defiende el valor de la indignación en tanto que, en esencia, "uno se indigna porque observa que algo va en contra de los derechos humanos y busca recuperarlos".
Sobre este nuevo activismo, apuntaJoaquín Marqués, profesor en la Universidad de Barcelona y autor de Los criterios de noticiabilidad como factor de éxito del clicactivismo, el caso de Change.org, que "el clicactivista no pasa a la siguiente fase por comodidad o por su situación personal". "Su comportamiento es poco reflexivo. Si una petición le despierta simpatías, habrá más posibilidades de que la firme, y esto depende de por qué canal le llegue; tendrá más eficacia si se la manda un amigo por WhatsApp, o si lo recomienda un influencer de su confianza".
Explica el investigador de la Universidad de Turku, en Finlandia, Henrik Serup Christensen, que los investigadores del slacktivism -participar de peticiones que nos hacen sentir bien con nosotros mismos pero no llegan a nada- están cada día más convencidos de que "la Red hace poco por ayudar a los ciudadanos a movilizarse". "Sólo los gestos cotidianos de una mayoría silenciosa y no las palabras memorables de una minoría habladora pueden renovar una ética y una política adecuada a los desafíos de esta época", propone Andreella.
http://www.elmundo.es/papel/historias/2018/01/13/5a58e9b6468aebb6618b45ee.html