Estaba yo tranquilo en el exilio, casi, y advertí que uno o dos usuarios de esta comunidad me pedían un post, y yo, que tengo un ego de nitroglicerina aparqué mi pipa humeante y comencé a recordar:
Siempre he sido una persona diferente, a los trece años una profesara vaticinó: genio y figura hasta la sepultura. Con lo de genio exageró y en cuanto a lo de mi figura debo decir que poco a poco va superando a mi genialidad, ¿soy más gordo que listo? No lo sé.
Tuve una educación pretendidamente moral, mis progenitores fueron de los primeros cristianos protestantes del lugar, y aunque mi padre fue una buena pieza, talegaria incluso, en su juventud, cuando me tuvo a mí en el regazo quiso criar a un Jacob de la fe. Las cosas no le salieron tan bien como esperaba, cuando su bigote aun era rubio y no sabía lo fácil que es desbaratarse.
Me hice mayor y mi razón reivindicó sus derechos, no para crear un sistema de pensamientos sólidos sino para fumar, beber e ir de putas y hablar como un blasfemo desde el amanecer. Me endurecí, destruí los lazos familiares y me dediqué con delectación a investigar todo lo que me parecía prohibido, transgresor. Desde lo filosófico-literario hasta lo delictual. Mi madre lo pasó mal.
Allá en mis noches de farra nunca pude desprenderme de un pensamiento terrorífico, inoculado en mi cándida niñez y que ha crecido conmigo, deformado, como un hermano gemelo. La conciencia del mal y del bien y el temor a un juicio final. Ya me drogara o robase sabia que estaba haciendo algo mal. Aunque no pudiese precisar si era contra Dios o contra mi padre, Freud sabría que contestar.
Me parecía curioso hasta el punto de exacerbarme y ofuscarme que recordase constantemente a una chica, una jovencita también hija de protestantes y que siempre había contado con una reputación inmaculada, una mujercita ejemplar. Desde mi pubertad me fijé en ella. Cuando el pastor (a.k.a Cura) arengaba a las masas fermentables con peroratas bíblicas yo resistía y aguantaba con estoicidad atea solo para contemplar los finos hombros y el gollete de esta chica, que me tenía amarrado. Pero durante bastante tiempo no la volví a ver.
Seis o siete años después regresé a mi casa. No quiero decir que experimentase una conversión como la de Agustín de Hipona, ni como la de Pablo de Éfeso, quizá el dolor que la vida nos produce buscaba alguna explicación y la memoria dijo: “yo recuerdo algo de la consolación cristiana”. Y ya fuera por la soledad, por la desesperación o por la culpa, este hijo pródigo retornó al hogar con quince kilos más y una lista de pecados inconmensurable. Volví a visitar la iglesia.
Allí estaba ella. Licenciada en medicina, espigada como una caña de bambú, con el rostro níveo y los ojos profundos. Soltera y santificada para su Hacedor. Nos saludamos. Había en la iglesia un cierto tono triunfal, se hablaba de la vuelta del hijo pródigo, de la misericordia divina con los pecadores. Pero yo no podría jurarles que la piedad me había traído de vuelta, en realidad no sabía muy bien que hacía allí.
Poco a poco fui cambiando, retomé los estudios, y fui reduciendo mis excentricidades. Siempre he sido la oveja verde del redil; mas si algo me ha enseñado mi depravación es a no desesperar, mientras hay vida hay esperanza, como dijo Stevenson. Empezamos a hablar cada domingo un poco más, ella me hablaba de su preparación para el MIR, yo le ocultaba mis turbias actividades pasadas y le hablaba de cine, de literatura; ella contraatacaba con citas bíblicas y consejos piadosos.
Un domingo el peso de los años provocó una reacción extraña en mí, ya no tenía 15, ni 18, ni 23. Contaba con 25 años y un currículo nefasto. Pero dije, quizá Dios se apiade de mí.
Haciendo acopio de valor le dije que me gustaría quedar con ella una tarde, que tenía un asunto que compartir. Ella accedió. Yo intuí que ella sabría que tipo de asunto puede querer un hombre manifestar a una mujer en privado, pero, como luego pude ver, tal era su ignorancia en estos temas que ni siquiera se imaginó qué quería yo de ella.
Llegué a la terraza, un rumano tocaba el acordeón canciones melosas, las flores estaban cuidadas y la gente disfrutaba de la brisa y la bebida, pensé: esto está hecho. Ella llegó, nos saludamos. Y yo le dije, al poco del primer trago de Nestea, ( no iba a tomar cerveza con ella) que me había fijado en ella, que no es que estuviera buscando una mujer, sino que ella me gustaba, desde pequeño, que todo este tiempo había pensando en ella y que muchas cosas habían pasado, muchas cambiado pero que para alguien como yo ( que fuma, bebe y hace lo que quiere) es muy importante esto, que aunque seamos completamente distintos: ella una santa y yo un demonio la quiero y quiero que esté en mi vida. Ella estuvo, literalmente, seis minutos sin hablar. Entonces dijo que la había pillado desprevenida. Tardó un poco más en hablar; y yo ya sabía que cuando una mujer no sabe lo que decir es que no sabe cómo mentir.
Necesito tiempo, dijo. Tiempo, el tiempo no va cambiar nada. El tiempo no me va a hacer más apetecible. Todo esto no se lo dije. Es muy precipitado para tomar una decisión, comentó, dame un poco de tiempo; y añadió, y entonces supe que no había nada que hacer: “Pase lo que pase espero no perder nunca tu amistad”. La situación se puso incómoda pero ella me ayudó a superar un poco el rechazo, cenamos, dimos un paseo y en una de esas me dijo: necesito ir al baño.
Entró al baño del parque. Fuera ponían una película, cine de verano, la de los Simpsons. Entonces realicé mi primera plegaría. Sé que Dios no es un genio de la lámpara al servicio de los humanos, pero yo creía que esa chica me haría feliz y que me sería concedida. Que me salvaría y que ayudaría a superar mis dificultades, mis angustias, mis tormentos de espíritu. Que ella sería lo suficientemente santa por los dos. Y mi fe brilló como un diamante y estaba convencido de que saldría del baño, con la cara sonrojada y sonriendo, que se acercaría a mi y me abrazaría y entre sollozos me diría que me amaba y que nunca había dejado de pensar en mi.
Pero salió del baño recolocándose la falda, ajena a todo, y como si yo no estuviera allí y en mi pecho de impío no palpitase un corazón de carne dijo, bueno, vayámonos que tengo que estudiar para el MIR.
Desde entonces creo que si uno quiere algo es mejor que no lo pida.
Y que por muy limpias que parezcan las personas nunca será justo canonizarlas.
Porque no hay una que valga la pena.