Un 28 de junio de 1914, el mundo cambiaría para siempre. Aunque los protagonistas y culpables de ese cambio no se dieron cuenta de la relevancia del mismo hasta tiempo después, como suele suceder. Un día como cualquier otro, en Sarajevo, el archiduque Francisco Fernando I y su esposa, Sofía, fueron asesinados a manos de un joven anarquista llamado Gavrilo Princip, que deseaba el fin del imperio austrohúngaro en Bosnia y Herzegovina. La crisis estalló en julio y, para finales de año, todo el mundo estaba horrorizado por una guerra de unas magnitudes que jamás habían sospechado.
El archiduque y su mujer
Muerte del archiduque a manos de Gavrilo Princip
Gavrilo Princip
Aquel verano, sin embargo, fue agradable y caluroso. La gente ni siquiera quería especialmente al archiduque, por lo que no lloraron su pérdida. Nadie podía imaginar las consecuencias del asesinato y, en junio, el mundo todavía tenía sentido: los tratados internacionales estaban para cumplirse y era impensable que unos países invadieran otros.
Las bajas temperaturas y la humedad de las trincheras eran un caldo de cultivo para las epidemias como el tifus, el cólera, la gripe o la disentería.
Imágenes coloreadas por mi:
En agosto de 1914, sin embargo, los reclutas ya se despedían de sus madres, en los andenes, esperando el tren, creyendo que en Navidad volverían a casa. Se enfrentaban entonces a cuatro largos años fuera del hogar, embarrados y sucios, escondidos en sus trincheras mientras esperaban el golpe final asestado por el enemigo. Algunos de los mejores artistas de la época murieron en el frente o quedaron muy malheridos: August Macke, Umberto Boccioni o Franz Marc (al que asesinaron mientras dibujaba, agazapado en su trinchera) son algunos ejemplos. Jóvenes a los que la guerra privó de grandes cosas que podrían haber dejado para la posteridad.
August macke
Umberto Boccioni
Franz Marc
La vida en las trincheras no era fácil. Los soldados se acostumbraron a las condiciones infrahumanas, mientras mataban el tiempo fumando, escribiendo misivas o jugando a las cartas. Las bajas temperaturas y la humedad eran un caldo de cultivo para las epidemias como el tifus, el cólera, la gripe o la disentería. Sufrían también el mal conocido como pie de trinchera: un edema rojo y doloroso en el pie acompañado de focos supurados o linfangitis, proveniente de haber permanecido todo el invierno en las trincheras anegadas de agua. Pero los problemas no solo afectaron al cuerpo sino también a la mente.
Neurosis de guerra
Pero lo peor llegaría después. Suena a cliché, pero los que tuvieron la suerte de volver nunca fueron los mismos. No solo por los horrores que habían visto y que los habían marcado para siempre, sino porque volvían a la sociedad en muchos casos tullidos o con malformaciones provocadas en el campo de batalla. Igual que a finales del siglo XVII, Johannes Hofer describió la nostalgia como una 'enfermedad que afectaba a los soldados suizos en el campo de batalla cuando se encontraban fuera de casa' (sufrían entonces ansiedad, melancolía y rumia), la Gran Guerra sirvió para identificar otra enfermedad tan antigua como el mundo: el shock de las trincheras o neurosis de combate (identificada en realidad durante la Guerra de Secesión americana).
La neurosis de guerra tuvo un fuerte impacto en la psiquiatría de la época. No solo se enviaron psiquiatras al frente y se realizaron terapias (algunas tan polémicas como el electroshock), en otras ocasiones era el soldado el que volvía a casa para que pudiera descansar y se recuperase. Después, como es lógico, debía volver al campo de batalla.
Uno de los trastornos más típicos fue la llamada 'mirada de los mil metros': los soldados fijaban la mirada en una distancia lejana y la dejaban perdida
El uso de los gases tóxicos y el estrés que producía una nueva guerra en la que debía esperarse agazapado al enemigo provocó distintos trastornos: pérdida del habla, espasmos continuos, imposibilidad de mantenerse en pie o miradas vacías. A esto último se lo denominó la 'mirada de los mil metros': característica común del estrés postraumático, cuando los soldados fijaban la mirada en una distancia lejana y la dejaban perdida.
En un principio se creyó que se debía al ruido de las explosiones o a la fatiga de la propia guerra, pero conforme esta continuaba e incluso cuando terminó los síntomas no se redujeron sino que se mantuvieron o incluso empeoraron. En aquella época se consideró que estos síntomas estaban sumamente relacionados con la cobardía y la falta de patriotismo. Cuando volvieron del conflicto, las calles se llenaron de mutilados, y estos soldados que habían luchado por su país fueron rechazados por la sociedad.
En aquella época se consideró que estos síntomas estaban sumamente relacionados con la cobardía y la falta de patriotismo
El último poema del austríaco George Trakl define muy bien aquella época de locura y barbarie que ha quedado sumergida en el olvido de la memoria, con la llegada de otras: Al atardecer resuenan los bosques otoñales/ con las armas mortíferas, también las llanuras doradas/ y los lagos azules, el sol allá arriba /se torna sombrío, la noche cubre/ a los soldados moribundos, el grito salvaje/ de sus bocas destrozadas.
George Trakl
La guerra provocó en Trakl una crisis nerviosa y acabó suicidándose el 3 de noviembre de 1914 por una sobredosis de cocaína. Sus alegorías pesimistas parecen el preludio de lo que estaba por venir a una generación entera de jóvenes inocentes y valerosos.
Una guerra que no fue tan destructiva como la segunda pero que dejo una huella irreparable en todos aquellos que entraron en ella. Que dios los lleve en su gloria.