Las ideas recogidas en el artículo «Juegos de chicos», firmado por un cronista de «El Mercantil Valenciano» bajo el seudónimo de Fabián Vidal, sirven a Miguel de Unamuno de punto de partida para exponer sus ideas sobre el desarrollo del fútbol en España. A través de comparaciones con el cine y el teatro y de un paralelismo desarrollado entre tauromaquia y fútbol, el filósofo y escritor apunta los males que el deporte ha engendrado hasta derivar sus pensamientos en la exclamación «¡Pasto y deporte!», «divisa de los que querían tener al pueblo en perpetuo troglodismo»
Acabamos de leer en El Mercantil Valenciano, de Valencia, una crónica del conocidísimo cronista que firma con el pseudónimo de Fabián Vidal, titulada: «Juegos de chicos». Refiérese a éstos recordando lo que ha dicho Roberto Castrovido, de que los juegos de los chiquillos en España han sido siempre el espejo de la actualidad colectiva. En España, y fuera de ella, añadiremos. Ni aquello que los chicos imitan pasa también de juego. Dice cómo cuando la revolución de 1868 se jugaba a partidas.
Y nosotros, los que éramos chicos durante la última carlistada, jugábamos y más en el teatro de la lucha de los mayores, a la guerra civil. Y agrega el cronista: «Después, con la Restauración, los muchachos dedicáronse a los toros. Todas las ciudades, villas, pueblos y aldeas de la Nación convirtiéronse en cosos taurinos y escuelas de tauromaquia. Lajartijo, Frascuelo, Cara-ancha, Mazzantini, Guerrita, eran emulados, con grave peligro de los transeúntes, por infantiles cuadrillas, que acosaban a un chiquilín de revuelta pelambre, sobre la que se asentaba una tabla con cuernos». Sigue narrando el turno de los juegos infantiles para recordar que a partir del 98, del desastre nacional, volvió la afición tauromáquica.
El día mismo en que se supo en Madrid la rendición se Santiago de Cuba se llenaba la plaza de toros de la Villa y Corte. Es que los duelos con pan y toros son menos. Fabián Vidal pasa luego a comparar la tauromaquia con la footballería. Y escribe: «Pero ya se acabó esta tradición, como tantas otras. Ahora la hispana chiquillería juega al balón y corre tras él frenética, asustando perros y haciendo caer a los viandantes desprevenidos. Voces de extraños idiomas son pronunciadas por escolares de siete años y aun por golfos del arroyo.
«¡Chuta!», gritan a un campeón de cabeza rapada sus compañeros de equipo. Y un clamor de júbilo se eleva cuando hace «goal», metiendo la pelota, ora en una portería, ya en el escaparate de una tienda de comestibles, bien en la plataforma de un tranvía o de un autobús, que se han dado casos. Chicuelo, Lalanda, Algabeño, Villata, Maera, son seres desconocidos para las muchachas españolas. En cambio Zamora, Monjardín, Samitier, Meana, Del Campo, gozan entre ellas de popularidad extraordinaria». ¿Matará esto a aquello?
Cerca de cuarenta mil personas presenciaron la otra tarde un partido de football en el Stadium madrileño. Nunca fueron tantas a las plazas de toros, entre otras razones, porque no tienen cabida en las mayores de ellas arriba de doce o quince mil espectadores. «Dicen algunos que el football vencerá a la tauromaquia, porque es más barato, y que se dará el mismo fenómeno que se viene dando con el teatro y los cinemas. Cada estrecha coletuda aumenta de año en año sus ambiciones crematísticas. Los sueldos de ocho mil pesetas por corrida son cosa corriente, y un toro de sangre cuesta de ocho a diez mil reales.
¿Qué van a hacer los empresarios?». Pero los cinematógrafos no matarán al teatro. Creemos más bien que lo mejorarán. Habrá una diferenciación de géneros. Disminuirá el número de compañías dramáticas, pero las comedias y los dramas serán más comedias y más dramas. (...) Acudirán al teatro los que gustan del drama o la comedia íntimos, de los que no se desarrollan sin palabras, y que se irán al cinematógrafo los que buscan otra cosa. Y tendrá que languidecer ese género híbrido y absurdo de las pantomimas con explicación escrita en la pantalla, en que aparecen dos sujetos gesticulando una conversación y después se lee lo que han dicho. No, ni el cinematógrafo matará al teatro, ni el football matará a la tauromaquia, que es, tenemos que confesarlo los enemigos de ella, mucho más dramática que aquél. Porque es el elemento trágico el que mantiene la afición a las corridas de toros.
Tragedia bárbara, pero tragedia al fin. Y acaba Fabián Vidal: «No creo que la tauromaquia muera en España asesinada por los deportes al aire libre. Convivirán la una y los otros. Sin embargo, es indudable que nuestra juventud vuelve la espalda al antiguo espectáculo castizo y que predominan, entre los habituales de los cosos, los aficionados machucos que conocieron al padre de los Gallos y que vieron a Guerrita cuando, en el pináculo de su fama, cobraba doce mil reales por tarde. ¿Es un bien? ¿Es un mal? Yo creo que es un bien. Porque lo peor de los toros no es el espectáculo propiamente dicho, sino el flamenquismo que es su sucedáneo espiritual...» Indudablemente, lo peor de los toros no es el espectáculo mismo, sino lo que Fabián Vidal llama el flamenquismo, pero aparte de que éste es, más que efecto, causa de la afición tauromáquica, ¿es que no hay ya un cierto flamenquismo footbalístico? Muchas veces hemos dicho que el daño mayor que hacía la afición a las corridas de toros -lo que se llama sin más, «la afición»- no procede de la barbarie del espectáculo: el daño mayor estriba en el tiempo y hasta en el ingenio que se desperdicia en hablar de los toros y toreros y comentarlos.
(...) Mientras se oye execrar del teatro desde el púlpito, raro es el predicador que predica contra las corridas de toros. Y es que éstas no suscitan problemas de conciencia, de moral, de espiritualidad, y mientras se está discutiendo una suerte del ruedo no se habla de otra cosa. Aparte de que estas discusiones taurinas contribuyen a que cada vez sea más córnea la mentalidad de los aficionados. Y ya se sabe que el delito mayor del hombre es haber pensado. Pero ¿es que el deporte footbalístico no implica el mismo peligro?
¡El deporte de ver jugar, claro! y no el de jugar. Porque hay ya el «aficionado» footbalístico, que no da patadas al pelotón, pero acaba por convertir en un pelotón su cabeza en fuerza de discutir jugadas y jugadores. Y el daño mayor que está haciendo el football entre los chicos no es en el cuerpo, sino en la inteligencia. El público de los partidos de pelotón es aquí el mismo que el de las corridas de toros y no más culto. Se reproducen espectáculos tan vergonzosos como aquéllos de quemar los tendidos de una plaza. Y aun hay algo peor. En las corridas no se oía esto de «¡Muera Villavieja!» y «¡Muera Villanueva!» y el que se vengan a las manos los del uno y el otro pueblo. «Una manifestación de nuestra siempre latente guerra civil» -se dirá. ¡Ójala! ¡Ójala fuera así!
Pero no hay nada de eso; no es una manifestación de nuestra guerra civil, la de nuestras tradicionales contiendas civiles, sino de esa otra lucha incivil, bárbara prehistórica, de unos lugarejos contra otros, una manifestación del más triste localismo. Porque los equipos no se dividen -y es natural que así sea- en equipos liberales y absolutistas, republicanos, reaccionarios, constitucionalistas o absolutistas, republicanos y monárquicos. Y en los equipos entran ya profesionales a sueldo. Hubo un tiempo en que pululaban lo que se llamaba las juventudes: juventud maurista, juventud socialista, juventud radical, juventud carlista... etc., etc. Y personas graves -pero no con gravedad de juicio- protestaban contra ello.
«Los estudiantes deben dedicarse a estudiar» decían, sin advertir que era en esas juventudes donde estudiaban ciudadanía, donde se preparaban a ser ciudadanos de la Nación y no súbditos del Reino. Aquellos juveniles han ido languideciendo y ello ha coincidido con esta triste languidez última del espíritu civil público que ha permitido la jugada del equipo de generales que tomó a España por estadio a mediados de septiembre último. Y empezamos a ver que se está jugando al balón con la corona. Lo que tendría poca importancia si no fuese porque un pacífico espectador se expone a que le rompan la espinilla de una patada. Y luego viene esa manía del campeonato.
Y si al menos tuviésemos un Píndaro que cantase a los grandes jugadores como el gran Lírico Beocio cantó a los vencedores de los juegos Olímpicos, píticos, neméos o ístmicos, nos quedarían al menos esos cantos. Pero la literatura que el football provoca es tan ramplona como la que provocaban las corridas de toros (...).
«¡Pan y toros!» -era la divisa de los que querían tener al pueblo en perpetuo troglodismo, en barbarie infantil. Y no hay mucha diferencia de esta divisa a esta otra: «¡Pan y pelotón!». O a aquella otra de «¡Pan y catecismo!». Sería mucho mejor decir «¡Pasto y deporte!». Porque deporte no es precisamente juego. (...) El juego es algo muy serio; el deporte no. Y lo que con vocablo inglés llamamos un «sportsman», un deportista, suele ser un señorito frívolo que no siente la pasión, la noble pasión del juego de la vida.
Fuente: https://www.elmundo.es/elmundodeporte/especiales/2002/02/centenario/1924_5.html
Muchas gracias a @RusTu por pasarme el artículo.
Pues eso, creo que puedo, salvando las diferencias culturales derivadas del desarrollo cultural dado con el avance del tiempo, afirmar casi todo lo que dice aquí el filósofo español.
No hay más ciego que el que no quiere ver, Unamuno ya dijo para que sirven estos espectáculos.