Todo empezó hace dos meses y poco.
Uno no es consciente de dónde se está metiendo hasta que la barrera del primer checkpoint se levanta. Es entonces cuando nos hacen firmar un extraño papel, en el que me doy por enterado de la peligrosidad a la que voy a ser expuesto, excluyendo de cualquier responsabilidad a la organización de los problemas derivados por la experiencia y de los posibles daños o perjuicios causados por la misma. Firmo sin pensarlo demasiado. Pocos kilómetros más adelante un cartel advierte con un alfabeto cirílico que estás en plena región de Chernobyl. Llegados a éste punto no hay vuelta atrás.
Por todos lados, mires por donde mires, el signo de radiación junto con diferentes avisos de advertencia, la mayoría en ucraniano y otros en inglés, inundan el lugar.
La primera parada programada en el itinerario no deja indiferente a nadie. Es una guardería abandonada desde la evacuación en 1986. El bosque se ha apoderado de la zona. Al entrar hay que tener sumo cuidado y mirar bien dónde se pisa. El edificio tiene un aspecto lúgubre y da la sensación de derrumbarse de un momento a otro. Las camas de los niños siguen ahí, tal y como las dejaron en su día. Los juguetes irradiados están aún colocados en las estanterías o desperdigados por el suelo, eternamente contaminados. Ningún niño podrá jugar con ellos nunca más ni abrazar los numerosos peluches que allí se encuentran, medio podridos por el paso del tiempo.
Al salir de nuevo al exterior uno se percata del silencio que protagoniza el entorno. No se escucha ningún animal. NINGUNO. Estar rodeado de vegetación del propio bosque y no oír siquiera un solo pájaro cantar es una sensación que prueba que allí ocurre algo anormal. OS ASEGURO QUE DA ESCALOFRÍOS.
Antes de volver a subir al autobús el militar que nos acompaña, guía de la inusual visita, nos muestra los niveles que marca su contador geiger portátil. En ambiente abierto a la altura de la cabeza poco más de 3 sieverts. Después con un movimiento desplaza hacia abajo el contador hasta casi rozar la tierra. Los números que marca la pantalla del aparato comienzan a subir rápidamente hasta sobrepasar los 25. Significa que el suelo tiene una radiación tremenda. En ése momento la cabeza de alguien medianamente entendido en el tema comienza a inundarse de preocupaciones. Para el que no lo sepa explicaré que el cuerpo humano es capaz de tolerar hasta un sievert al año. Entre cinco y seis si hablamos de un enfermo con tratamiento de quimio. Aquello por lo tanto como podréis imaginar era una barbaridad y una autentica temeridad.
Tras un buen rato circulando por una carretera incómoda, angosta y llena de baches monstruosos se llega a un núcleo poblado 8SI, POBLADO) que a pesar de la contradicción que dicta la lógica aparenta estar en pleno uso, lo que llama poderosamente la atención. Un centenar de cruces conmemorativas, con nombres ilegibles, abarrotan un parque cercano. Son EN honor a victimas ejemplares del suceso. Un cine y un restaurante que nunca llegó a estrenarse lideran a ambos lados la carretera. Unos pequeños edificios que pueblan la zona están operativos a modo de viviendas, a pesar de la locura que es vivir en aquel lugar absorbiendo unos niveles de constante radiación tan peligrosos para la salud, casi letales con el paso del tiempo. OS PREGUNTARÉIS QUIÉN EN SU SANO JUICIO PODRÍA VIVIR ALLÍ. Más tarde consigues averiguar que ahí es donde viven los trabajadores que están construyendo el NUEVO SARCÓFAGO de la central. Por supuesto la información recibida aterroriza solo con pensarlo.
El autobús hace una tercera parada. Un monumento en memoria de los trabajadores que dieron su vida para que la evacuación pudiera ser llevada a cabo se alza ante mis ojos. Un par de fotografías y se reanuda la marcha.
Quince kilómetros más tarde tras pasar el segundo checkpoint, una curva despejada de la frondosa arboleda deja ver la monstruosa imagen, protagonista de tantos documentales y libros. Historia pura. La central, el NÚCLEO NÚMERO CUATRO y al lado una brillante y gigantesca cúpula en plena construcción. Calculo que nos separan unos tres kilómetros del punto donde ocurrió el desastre aquel fatídico 26 de abril. Realizo unas cuantas fotografías más mientras de reojo observo preocupado el contador geiger. Marca más de 150 sieverts. Aquello no debe de ser bueno, claro, pero qué iba a hacer una vez metido en el fango...
Volvemos a subir al bus y os aseguro que quedo estupefacto, casi de piedra, al comprobar que seguimos acercándonos al lugar. Convencido de que sería imposible estar más cerca las puertas se abren y sin saber cómo me veo fuera del vehículo, a escasos 400 metros del mismísimo núcleo de la central 27 años después de que aquello sucediera. El contador se vuelve loco y comienza a oscilar entre 450 y 600 sieverts. El guía se guarda el contador y no lo vuelve a sacar. Le pido que me lo muestre para hacerle una foto, y me dice que no. Mi cabeza comienza a dar vueltas y me pregunto por primera vez desde el comienzo de la excursión qué (cojones) demonios hago allí.
Lo primero y que más me llama la atención es ver al personal que trabaja en el proyecto de la construcción del nuevo paraban protector, por así llamarlo. Voluntarios jóvenes y otros que no lo son tanto, enfermos de cáncer terminal la inmensa mayoría, operarios de las grúas que construyen el nuevo sarcófago, albañiles y demás obreros. Luchan día tras día para seguir vivos a cambio de una sustancial suma de dinero para sus familias. Es impresionante estar en aquel lugar y contemplar la escena del viejo armazón, oxidado y medio destartalado, comido por la radiación que burbujea bajo su esqueleto, expulsando muerte en forma de partículas radiactivas a la atmósfera.
Sigo admirando el lugar, intentando comprender dónde me encuentro. Impresiona ver el nuevo sarcófago que a poco menos de medio kilómetro de distancia están construyendo, paralelo al reactor afectado. Lo hacen sobre unos raíles especiales. El guía nos explica que cuando esté terminado lo trasladarán por ellos hasta dejarlo en su lugar, justo sobre el viejo, cubriendo la central de nuevo. Después lo rematarán hasta sellarlo. Por supuesto a causa de la cantidad de radiación que aquel monstruo expulsa segundo tras segundo en un cuarto de siglo será necesario volver a reemplazarlo por otro, lo que supondrá un nuevo sacrificio, tanto económico como de vidas humanas. Un asesino confeso que no dejará de cobrar factura ni siquiera después de haber transcurrido tanto tiempo. Un castigo a la humanidad por pretender jugar con leyes que no controla ni comprende, y que según los científicos durará más de 21.000 años.
Desconozco si es por la posible sugestión que se apodera de mis pensamientos o por los nervios que conlleva estar en aquel lugar, pero comienzo a sentir un ligero escozor en la piel, a pesar de tenerla cubierta, y una molestia leve en los ojos. No soy el único del grupo que me acompaña que tiene los mismos síntomas. Observo a los asalariados que en las alturas manejan las grúas y me pregunto qué sentirán al llevar allí semanas o incluso meses, con el fantasma invisible de la radiación pudriéndolos por dentro. Lo que está claro es que vivir lo que se dice vivir mucho tiempo no lo harán.
Doy un pequeño suspiro de alivio cuando el autobús arranca y se aleja. Convencido de que la visita ha llegado a su fin intento sin mucho éxito ordenar mis pensamientos cuando al rato el conductor da un frenazo imprevisto. El guía nos dice que somos afortunados y nos hace bajar al pie de la carretera. Un caballo se alimenta de la hierba que sobresale entre los huecos del asfalto agrietado. Nos mira y se asusta. Al correr no doy crédito a mis ojos. Su cuerpo es normal, y aunque su cabeza parece un poco desproporcionada reconozco que no es lo que más me horroriza. Las patas sorprendentemente cortas y pequeñas apenas le dan para correr asustado. El guía nos dice que se trata de una familia de caballos salvajes mutados por la radiación (mutantes, no monstruos, que más de uno estaréis pensando en caballos caníbales de películas de Serie B, que os veo venir), y añade que desea que tengamos suerte para poder cruzarnos con unos cerdos salvajes deformes, que habitan el lugar. Algo que no sucede por fortuna.
Tercer checkpoint. La carretera cada vez es peor. La falta de mantenimiento se hace más que vigente en aquella área. Tardamos un poco pero al fin llegamos. La que tenía el sobre nombre en plena Unión Soviética como la Ciudad del Futuro: PRIPYAT.
Pensaba que sería un pequeño pueblo, pero nada más lejos de la realidad. Se trata de una metrópoli gigantesca. La visita termina con una larga expedición para descubrir una ciudad que en antaño debió de ser maravillosa y avanzada para la época, ahora invadida por la vegetación del bosque. Vacía y fantasmal. Sin un ápice de vida. Os aseguro que estar allí ha sido lo más emocionante que he hecho de todos los viajes que he hecho en mi vida.
Visitamos infinidad de lugares. El hospital. La feria sin inaugurar con sus coches de choque y la famosa noria oxidada (que supongo no tardará en derrumbarse) icono inmortal de la ciudad que ha salido en videojuegos y películas. La piscina municipal, con su reloj temporizador de vueltas parado para siempre en el tiempo. El lago más irradiado del planeta, donde nos exigen no permanecer más de 45 segundos debido a su alta concentración de radiación que tiene y que incluso junto a él la cámara de fotos comenzó a fallar.
Quiero explicar antes de continuar que estoy hablando del lago de Pripyal, ojo no confundir con el río que está junto a la central. El aire soplaba el día del incidente dirección la ciudad, y la mayor parte de partículas cementaron el fondo. El río sin embargo, a pesar de estar pegado al núcleo no se vio tan afectado, y a pesar de la radiación y del continuo fluir de agua tiene peces nadando en sus aguas.
Continúo: Una pequeña autovía repleta de vegetación. Una escuela derrumbada por un lado en la que aún se conservan en pie los escritorios de los estudiantes, con sus pizarras aún dibujadas con formulas y frases de alguna clase ya olvidada. El almacén de un teatro, con sus focos a punto de caer del techo. Y así una infinidad de lugares grises y oscuros, silenciosos hasta la extenuación, que durante más de tres horas recorrimos sin ser conscientes de las tremendas dosis de radiación que se acumulaban en nuestros cuerpos a cada paso.
No muy lejos de allí el depósito de vehículos oficiales (cementerio mecánico lo llaman) y el famoso puente que hace acceder a una zona antes poblada en medio del bosque es imposible de visitar por su alto índice de contaminación. Andar por debajo de los árboles no es muy recomendable tampoco. Allá donde no sopla el viento es preferible no pasar.
Me hago amiguete del guía sacando mi encanto y simpatía (sin mariconadas). Le pregunto cómo es posible que el gobierno permita estas visitas, y lo que me responde me deja helado. Va con toda su cara y me dice (tras darle bajo mano un billete de 300 grimas por la información, la moneda ucraniana que aquel día se cambiaba a 11 con 40 a pesar de la fluctuación) que en realidad no está permitido, pero que se hace porque por un lado en cada checkpoint se da un SOBORNO a los militares de servicio (sí podéis reíros, pero era con sobre), y por otro, para poder justificar la entrada, se hace asegurando con INFORMES FALSOS que el personal civil y extranjero que allí entra excepcionalmente son INSPECTORES DE LA CONSTRUCCIÓN DEL NUEVO SARCÓFAGO. Como acabáis de leer.
Tras pisar Pripyat, ciudad inundada de máscaras NBQ, carteles de prohibición y zonas marcadas con pancartas y estacas rojas como señal de peligro, abandoné el lugar para siempre. No sin antes hacer una parada programada de nuevo en un restaurante (como estáis leyendo, un restaurante) que dan de comer tanto a los visitantes como yo como a los trabajadores del sarcófago 2.0 pero eso sí, en lugares separados.
Una experiencia irrepetible, y aunque da para escribir un libro, he aquí estas pequeñas líneas de un tío aventurero que en cuento vio la posibilidad viajó mochila al hombro a un país para él desconocido para visitar Chernobyl y sentir así en sus carnes la carga histórica enorme y terrorífica que sobre sus hombros sostiene.
Al llegar al hotel introduzco sin dudar toda la ropa que llevo encima, incluidas las botas militares que me protegían hasta el empeine, en una bolsa que no dudo en sellar y tirar al contenedor más cercano. Prendas irradiadas y contaminadas que han quedado inservibles.
Dejo para más adelante y para cuando tenga otro rato el cómo es posible que permitan visitar aquel lugar, los sobornos que hicieron falta para entrar y acceder, la descontaminación inexistente al abandonar la zona de exclusión, las graves irregularidades que pude contemplar, el desconocimiento total del tremendo peligro que conlleva para la salud estar allí o en su caso más probable, la despreocupación total y consciente del personal supuestamente responsable de los visitantes, arriesgando la salud de personas ajenas al riesgo que la visita conlleva para sus vidas. Y todo por un puñado de dinero.
Repetir no repetiría, pero arrepentirme de haberlo hecho tampoco. Una aventura que por supuesto ha quedado grabada a fuego en lo más profundo de mi ser, y por qué no decirlo, con consecuencias aún desconocidas.