Luis Aragonés es el mejor.
http://es.youtube.com/watch?v=CCC5GlOsJX8&feature=related
http://es.youtube.com/watch?v=SYHB5d-2VU0&feature=related
http://es.youtube.com/watch?v=SaSkFdYhgxY
http://es.youtube.com/watch?v=4X7hm_3R-Gw
Y esto es un texto muy muy grande de Carlos Fuentes, aunque si no eres del Atletico igual no lo entiendes.
Fechas, glóbulos, nuevos tiempos.
El 23 de Septiembre de 2017, el Dr Anófeles de Brito Ocampo, natural de Baurú, estado de São Paulo, Brasil, daba los últimos toques a la mesa en la que habría de ofrecer un banquete a sus familiares y allegados. Celebraba su retorno definitivo a su ciudad natal y su completa recuperación después de un transplante de hígado. Brasileño de nacimiento, tenía la nacionalidad española gracias a su madre, una gallega de ojos tristes pero risa contagiosa. Una vez hubo acabado sus estudios de medicina emigró al país materno a ejercer su profesión. Trabajó muchos años en el Hospital Gregorio Marañón, en la calle Doctor Esquerdo esquina Ibiza, cerca del Retiro. Lo hizo como especialista en la Unidad de Trastornos del Sueño; durante años concentró sus esfuerzos en dar una dimensión científica al acto de contar ovejas. Tras casi 20 años en el hospital, le diagnosticaron una insuficiencia hepática irreversible que obligaba a los médicos a hacerle un transplante. Tras mucho esperar, el día 21 de Septiembre de 2010 apareció un donante con un órgano compatible y tras varias horas de quirófano y varias transfusiones, el Doctor Anófeles de Brito Ocampo inició una nueva vida. Más nueva de lo que él pensaba. Como suelen decir todos los beneficiarios de un transplante, el Dr Anófeles de Brito Ocampo volvió a nacer. En su caso, más que otros, si cabe. Desde que vivía con un hígado y una sangre nueva se notaba distinto, reparaba en cosas en las que antes no caía, veía virtudes donde antes veía defectos, despreciaba lo fácil, admiraba a quien no se resistía a seguir la corriente. “Será el transplante”, pensaba el Dr Anófeles de Brito Ocampo. Equipado con su nuevo hígado, flamantes plaquetas y recién estrenados glóbulos rojos y blancos, decidió volver a su casa, con su familia, tras años y años en España. Lo hizo unos años después del transplante, un día de 2016, cuando se encontraba ya en plena forma – o al menos para lo que la expresión “plena forma” significa para un hombre de mediana edad con un hígado ajeno y tres litros de sangre prestada. El día que nos ocupa, el Dr Anófeles de Brito Ocampo preparaba un asado para reunir a su familia y festejar su vuelta y su mejoría, ambas definitivas. Vendrían sus hermanos, sus hijos, sus sobrinos, sus nietos y algunos amigos. Celebraba su nueva salud, también su nueva forma de ver las cosas. Los familiares y amigos del Dr Anófeles de Brito Ocampo acudieron puntuales a la invitación. Llevaron regalos, postres, vino y flores. Se sorprendieron al ver que el Dr Anófeles de Brito Ocampo había pintado la valla de la vieja casa de sus padres de rayas rojas y blancas. Se sorprendieron aún más cuando el Dr Anófeles de Brito Ocampo inquirió con insistencia y entusiasmo a sus hermanos, los gemelos Sócrates y Sófocles, sobre la suerte de su primo lejano Ricardo, ex futbolista que había jugado en el equipo local y en Europa. Hasta ese día, el Dr Anófeles de Brito Ocampo no había mostrado interés alguno por el fútbol.
El día 25 de Septiembre de 2016 Ana Quiteria Narváez Escudero acudió a la cita que le había propuesto el director del colegio de sus hijos, los gemelos Pablo y Mario Caminero Narváez, de cinco años y tres días de edad. Era una visita rutinaria, cumpliendo con el turno que a todos los padres asignaba el colegio para hablar de los alumnos recién llegados. Los gemelos acababan de volver a las clases hacía poco más de dos semanas y aún así el director quería verles. Algo le resultaba raro. Ana Quiteria Narváez Escudero dio a luz a los gemelos Pablo y Mario Caminero Narváez el día 22 de Septiembre de 2010 en la Maternidad de la calle O’Donnell, cerca del Retiro. Al ser gemelos y nacer sin cesárea, el parto despertó el interés de varios médicos, que se arremolinaron en torno a la madre en el momento del parto. Ana Quiteria Narváez Escudero miraba los rostros de la docena de especialistas que, sin ningún pudor y sin pedir permiso, clavaban sus ojos en su zona más íntima durante el momento más íntimo de su vida. Nerviosa, Ana Quiteria Narváez Escudero empezó a sentirse mal, a perder la conciencia, a marearse. Una complicación del parto unida a la ansiedad de la madre derivó en una complicación aún mayor. El parto fue aparatoso y muchos de los médicos que acudieron a ver el inusual acontecimiento terminaron por ayudar al doctor que lideraba la operación. Ana Quiteria Narváez Escudero dio finalmente a luz a dos niños robustos y pelones que gritaban con fuerza mientras a su madre le abandonaba el sentido, pero antes fue necesaria una copiosa transfusión de sangre que insuflara vigor a los que venían al mundo. La madre quedó exhausta y fueron necesarios varios días de reposo hasta que Ana Quiteria Narváez Escudero pudiera sujetar por sí misma a los niños cuyo futuro se discutía ahora en el despacho del director del colegio. Al entrar en el despacho del director, Ana Quiteria Narváez Escudero estaba algo más calmada. Algo en el gesto del director le decía que las cosas no iban mal, pero sabía que algo preocupante, o al menos sorprendente, le iban a decir. Así fue. El director tenía algo que decirle, ni malo ni bueno, sólo algo que decirle. Desde su entrada en el colegio, los gemelos Pablo y Mario Caminero Narváez se mostraron distintos a los demás niños. No hacían lo que todos, no les gustaba lo que a todos. No eran conflictivos pero sí distintos: no les gustaba ir por donde iba el resto, no querían las mismas cosas, su personalidad era poco común. No se llevaban mal con los demás pero tampoco se llevaban todo lo bien que cabría esperar. Los profesores tenían la curiosa impresión de que esos niños tan pequeños con esas personalidades tan definidas sentían que el resto de niños no les comprendían. Más aún, era evidente que eso no les importaba lo más mínimo. Al final del curso anterior, primero de pre-escolar según el nuevo plan adoptado por el flamante gobierno del partido Ciudadanos Hartos Aunque Tranquilos, ya habían advertido una aceleración en la definición de su curiosa personalidad. Habían decidido esperar a la vuelta del verano para ver si habían vuelto a la normalidad. No era así. Sus peculiares rasgos se habían acentuado. En clase hacían preguntas pertinentes en el fondo pero impertinentes en la forma y el momento, que incomodaban a los profesores en un grado insólito para niños de esa edad. Reflexionaban sobre lo que les explicaban en términos poco comunes para las preocupaciones del resto de niños de su clase: lo justo y lo injusto, lo digno y lo indigno, lo noble, lo mezquino, lo admirable, lo triste, lo merecido y lo injustamente regalado, el porqué lo fácil no siempre es preferible a lo difícil. Ana Quiteria Narváez Escudero escuchó atentamente al director. Cuando éste hubo acabado, le preguntó si aquello era un problema. El director dijo que no, pero que al ser tan inusual querían comentarlo a los padres, al menos para advertirles. Le preguntó si éste era un rasgo común en su familia o en la del padre de los niños. Ana Quiteria Narváez Escudero respondió: - En absoluto. Tanto su padre como yo tenemos una personalidad totalmente distinta a la de los niños, a quienes, por otro lado, conocemos perfectamente. Y además nos gusta mucho cómo son. Adiós. Ana Quiteria Narváez Escudero se despidió amablemente del director y se fue a buscar a sus gemelos. Cuando los encontró estaban pintando letras rojas en un gran trozo de tela blanca.
El 21 de Septiembre de 2012, Adelardo Molina Torres salió por primera vez en meses a dar un paseo. Dos años antes, por esas mismas fechas, había sufrido un accidente ridículo que cambió su vida. Aquel día, justo cuando pasaba por debajo del Teatro Alcalá, en la calle Alcalá esquina Jorge Juan, cerca del Retiro, un operario sufrió un descuido. El operario trabajaba junto con otros compañeros instalando el cartel anunciador de la sexta secuela de la saga musical que contaba las tribulaciones del grupo Mecano. Mientras intentaba ajustar parte de la cartelería, hecha en madera y plástico rígido, algo le hizo desviar su atención y la cincha que sujetaba resbaló de sus manos. Cuando le preguntó la policía, el operario argumentó que se descuidó por estar inmerso en diferentes pensamientos abstractos. Cuando la cincha resbaló, las tres últimas letras del letrero principal y una de las figuras del cartel cayeron al suelo desde una altura de ocho metros. Cuando los bomberos consiguieron retirar lo que había caído, repararon en el cuerpo inconsciente de Adelardo Molina Torres. Por un cúmulo de circunstancias, éste se hallaba justo debajo del voladizo del teatro hablando por su dispositivo audiovisual portátil cuando se vió sepultado simultáneamente por la enorme figura de un teclista que tocaba dos sintetizadores a la vez, uno con cada mano, y las letras A, N y O, todas ellas mayúsculas. Trasladado de urgencia a la vecina clínica de El Rosario, en la calle Príncipe de Vergara, cerca del Retiro, los médicos diagnosticaron varias contusiones, dos fracturas en cada pierna y varios cortes profundos en brazos y espalda. Nada más. Un milagro. Aunque no practicaba ni le gustaba ningún deporte, Adelardo Molina Torres tenía una masa muscular notable que preservó sus órganos vitales. El único contratiempo serio, causado por el tiempo que pasó bajo las letras y el peso de las mismas, fue que Adelardo Molina Torres perdió mucha sangre. Fueron necesarias varias transfusiones para que recuperara el tono vital. Reducidas las fracturas, anduvo en silla de ruedas y posteriormente con muletas durante muchos meses. Después de muchas horas de rehabilitación, podía por fin andar tranquilamente, sin ayuda. Andaba por fin sólo y sin ayuda por el bulevar de la calle Sáinz de Baranda, cerca del Retiro, cuando reparó en que se sentía distinto. Tenía ganas de hacer cosas que nunca antes le habían interesado. Se movía por impulsos, giraba por calles que nunca hasta ahora le habían llamado la atención. Se notaba diferente, y eso le asustaba y le gustaba a partes iguales. Paró en el antiguo bar Domínguez, en la esquina con la calle Narváez. El bar acababa de recuperar su nombre y aspecto tradicional después de haber sido convertido por unos nuevos dueños en lo que llamaron un “espacio eno-gastronómico”. El nuevo negocio había quebrado, no había resistido los nueve años de obras que el Ayuntamiento había tenido a bien mantener en su misma puerta. Ahora, el negocio había vuelto a manos de los hijos gemelos del primer propietario, quienes habían recuperado el antiguo cartel rojo, la antigua barra y el antiguo sabor a bar antiguo. Sin saber muy bien por qué, Adelardo Molina Torres entró en el bar Domínguez. Se sentía bien, muy bien. Pidió un café con leche, e insistió en que ni la leche fuera desnatada ni el azúcar fuera sucedáneo. Se tomó el café y le supo mejor que nunca. Pidió otro e hizo lo propio. Al ir a pagar, una idea le asaltó la mente como un rayo. - Cóbreme los dos cafés. Bueno, no, cóbreme tres. Con el dinero del tercero invite usted al próximo cliente que entre, siempre y cuando tenga cara de que no le van bien las cosas. El camarero puso cara de sorpresa. No de extrañeza, sino de sorpresa. Antes de que pudiera decir nada, Adelardo Molina Torres explicó su repentina e impulsiva decisión. - Es que me encuentro bien. Quiero pasarle algo de mi bienestar al siguiente que entre. Quiero compartir el buen momento que vivo. Si entra alguien con mala cara y le invita usted a un café le dará una alegría y yo me alegraré por ello. El camarero no salía de su asombro. Dudó si decir algo. No conocía a aquel cliente que le pedía algo que le resultaba familiar. Cogió los 14 euros justos que el cliente dejaba sobre el mostrador y no pudo resistir la tentación de preguntar, inclinando su cuerpo sobre la barra. - Oiga, ¿usted es del Atleti? Adelardo Molina Torres se asombró con la pregunta. Nunca había sido de ningún equipo. Nunca había tenido ningún interés por ningún deporte, mucho menos por el fútbol. Nunca había dado pie a una pregunta similar, sencillamente se notaba que no era el tipo de persona a quien el fútbol pudiera interesarle. - En absoluto, ¿por qué lo dice? - ¿Por qué ha hecho eso? - ¿El qué? - ¿Por qué ha invitado a un café a un desconocido? - No lo sé, creí que era una buena idea…. - ¿De dónde ha sacado esa idea? Adelardo Molina Torres empezaba a irritarse… - ¿Y a usted qué coño le importa? No sé, se me ha ocurrido, así, no sé… El camarero se dio cuenta de que estaba patinando. Decidió explicarlo. - Verá. Tiene que disculparme por mi curiosidad, he sido un indiscreto. Pero es que su petición es del todo inusual, pero no es nueva en este bar. Durante años, un familiar nuestro, de Segovia, solía hacer lo mismo cuando venía al bar. Invitaba a un café a un desconocido, al próximo que llegara a la barra, para así transmitirle buena suerte, o alegría, o compartir la suya. Lo mismo que ha hecho usted hoy. Nunca nadie lo había repetido, por eso me he quedado tan asombrado. Nuestro familiar, como nosotros, era del Atleti y lo hacía cuando ganaba el Atleti. Así, decía, dejaba claro que los del Atleti éramos distintos. Adelardo Molina Torres estaba turbado. Nunca había oído algo así, pero en cierto modo le resultaba familiar lo que escuchaba. No sabía bien qué decir. El camarero siguió: - Eso fue, claro, antes de que el Atleti desapareciera. Ahora ya nadie lo hace… bueno, o sí, a lo mejor vuelve a hacerlo pronto si es verdad lo que dicen por ahí. A lo mejor está más contento ahora y vuelve a invitar a cafés. El camarero se giró y guardó los catorce euros. Sacó los cincuenta céntimos de la vuelta de la caja y los puso sobre un platito. Cuando se giró, el cliente se había ido. Echó la moneda al bote y lavó un vaso. Al salir de nuevo al bulevar, Adelardo Molina Torres seguía turbado. Pero ya no era por el acontecimiento asombroso que acababa de vivir. Era otra cosa. De forma súbita, imparable y arrolladora, nacía en él un inesperado interés por el balonmano.
El día 20 de Septiembre de 2010, domingo soleado de cielo azul de Madrid, empezaba la liga municipal de fútbol aficionado. Como todos los años, equipos de treintañeros fondones, viejas glorias futbolísticas y jóvenes impetuosos iniciaban una liga destinada a mantener a los jugadores en forma, a alejarles de sus mujeres durante un rato, a juntar a los amigos, a dar una excusa para tomar cañas luego sin sentimiento de culpa, a aliviar resacas. Como todos los años, plantillas con equipaciones de oferta de las tiendas del barrio coincidían en el campo de fútbol de la Chopera, en el corazón del Retiro. No obstante, ese año algo había cambiado. Entre las sonrisas generalizadas, un equipo no sonreía. Los jugadores tenían las caras serias de los que se juegan algo importante. No estaban allí para sudar la paella del día anterior, ni para tener una excusa para ver a sus amigos. Tenían una misión que les ilusionaba y les pesaba. El equipo había nacido la primavera anterior, en un bar irlandés del centro de Madrid, en el seno de una reunión de amigos. La misión había sido definida en ese mismo sitio, ese mismo día, aunque se preparaba desde hacía meses. El equipo vestía camiseta de rayas rojas y blancas, pantalón azul y medias rojas con la vuelta blanca. Unos meses antes, a finales del mes de Mayo de 2010, el Club Atlético de Madrid anunciaba oficialmente su desaparición. Las deudas que arrastraba desde hacía unos años impedían su viabilidad económica, a pesar de la venta del estadio, su único patrimonio. Los auditores habían revelado que el estadio había sido vendido mucho antes a un entramado de empresas fantasma con sede en diferentes paraísos fiscales. Cuando se vendió definitivamente al Ayuntamiento de Madrid, el club ya no era el propietario y no tenían nada que ofrecer a sus acreedores. Los nuevos dueños, empresarios del sector inmobiliario, habían acelerado la demolición del campo, que voló por los aires un día de agosto de ese mismo año para evitar disturbios, aprovechando la ciudad desierta. El día que el Calderón se convirtió en un solar, según el periódico local, unos tres mil quinientos seguidores vestidos con los colores del club habían asistido, impotentes y rabiosos, al sacrilegio. Un mes y medio antes, algunos de los que asistían a la voladura habían creado otro club de fútbol, al que llamaron Atlético de Madrid 1903, Club de Socios. Surgió como un delirio tras varias pintas de cerveza negra, pero iba tomando forma. Se inscribiría en una liga local para ir subiendo posiciones en las divisiones federativas. Si todo iba bien subirían una categoría por año, y en siete o a lo sumo diez podrían estar pensando en un ascenso a segunda división. Ya había algún precedente, no tendría por qué no funcionar. No tenían dinero, ni jugadores ni fondo físico, pero tenían fe, y ganas, y rabia. Dos cosas se prometieron: la primera, jugar con botas negras, sin marcas, en señal de duelo; la segunda, en caso de ganar el campeonato no lo celebrarían porque, se dijeron, el Atleti no celebra ascensos. El día 20 de Septiembre de 2010, domingo, el Atlético de Madrid 1903, Club de Socios, debutaba en la liga municipal del distrito de Retiro. Debutaba a las 13.00 contra otro equipo del que nada sabían, salvo que ya había jugado algún año en esa misma competición. Los jugadores, también treintañeros, canosos, fuera de forma y nerviosos, sabían lo que se jugaban. Cuando terminó el partido anterior prematuramente por una lesión del portero, los nervios se transformaron en pánico. Cuando los jugadores del Atlético de Madrid 1903, Club de Socios, saltaron al campo a calentar, repararon en que alguien les miraba. Dejaron de estirar y se juntaron cerca del centro del campo para ver cómo, por los accesos al polideportivo de la Chopera, se acercaban cientos, miles de personas vestidas de rojo y blanco. Señores, niños, bebés, pandillas de adolescentes, familias con sus niños, grupos de jubilados, señoras solas se acercaban al campo. No sabían cómo se habían enterado, pero allí estaban. Había profesores de instituto, catedráticos de sociología, informáticos, parados, taxistas y diplomáticos. Llegaron periodistas, fontaneros, ricos ociosos, pobres de solemnidad. Vino gente de Tarragona, de Asturias, de Canarias y de Cádiz; vinieron alemanes, búlgaros, ecuatorianos y escoceses, quienes llamaban por sus dispositivos móviles audiovisuales a otros de Portugal, Extremadura y Galicia. Vinieron muchos de Valencia, y muchos y muy ruidosos argentinos. Venían de Chamberí, de Carabanchel, de Villaverde, de Arganzuela, y de Retiro, de Getafe, de Alcorcón, de Patones y Segovia. Altos, bajos, melenudos, calvos, fuertes, flojos, ultras, tranquilos, rockandrolleros, hooligans, aficionados a Bukowski, a Tolkien, a Cervantes y a Carlos Fuentes. Socios del Estudiantes, micólogos, novilleros, famosos, músicos, triatletas y celíacos. Llevaban camisetas del Doblete, del Centenario, camisetas Puma, Meyba, Nike y Toft’s. Camisetas rojiblancas, rojas, azules, blanquiazules y amarillas. Según el periódico local, tres mil setecientas personas llenaron las bandas del campo de la Chopera para ver un partido de aficionados fondones. Como suele pasar en estos casos, en realidad fueron más. Los jugadores del Atlético de Madrid 1903, Club de Socios estaban paralizados cuando el árbitro pitó el inicio del partido. No daban una a derechas, no podían con la responsabilidad. No eran profesionales, no querían fallar a esa multitud vociferante y no sabían si serían capaces. Cuando el extremo derecha se tropezó torpemente y fue a aterrizar contra una señora con bufanda que llevaba dos niños de la mano y que minutos antes había colocado un ramo de rosas rojiblancas junto al corner, ésta le miró con una calma contagiosa y le dijo: “Tranquilo. Y gracias”. Y sonrió. Sonrió también el extremo derecha y volvió al campo con una confianza extrañamente renovada. Se soltó, jugó mejor, llegó a controlar un balón y forzó un corner. La defensa subió, la delantera tomó posiciones. El extremo derecha golpeó con rosca y el balón describió la trayectoria soñada por cualquier cabeceador. Entre la maraña de cabezas y camisetas surgió potente la figura del portero rival, quien se hizo con el balón con facilidad. Al aterrizar, entre un murmullo de decepción de la hinchada, pronunció estas palabras: - A ver si nos tranquilizamos y hacemos bien las cosas. Así no le metéis un gol ni al arco-iris y tenemos que subir de categoría por cojones. Sois, somos el Atleti. No lo olvidéis. Así que tranquilos y a divertirse. A tres minutos del final, el Atlético de Madrid 1903, Club de Socios, ganaba cómodamente por tres a cero. Las palabras del portero del equipo rival habían tranquilizado a los jugadores. Por alguna extraña conjunción astral todos entendieron en el mismo momento que era mejor esperar al contrario, recuperar el balón y buscar a los extremos. Así habían conseguido tres goles y una fe ilimitada en ellos mismos. Sin saber por qué, el Atlético de Madrid 1903, Club de Socios, jugaba al contraataque. Así llegaron los goles, el creciente aliento de los espectadores, el gusto por jugar, el orgullo por llevar la camiseta. Y entonces, a tres minutos del final, volvieron a paralizarse. No fue un gol rival, ni una expulsión, ni una entrada escalofriante. Fue un sonido grave, profundo y lejano que se fue haciendo más cercano, más presente y más intenso. Al principio creían que era el ruido que hacía un enorme camión que hacía temblar la tierra, o una de las tuneladoras que empleadas en las recurrentes obras iniciadas por el alcalde. No era eso. Se paralizaron cuando comprendieron que, a tres minutos del final, tres mil setecientas personas según el periódico local, seguramente más, cantaban a voz en grito el himno del Metropolitano. También se quedaron de piedra los jugadores rivales, el árbitro y los que jugaban en los campos vecinos. Se petrificaron los que paseaban por el lago, los que bebían horchata en las terrazas y los que empujaban a sus hijos en los columpios. Se quedaron de piedra también los agentes de movilidad, los libreros de la Cuesta de Moyano y los visitantes del museo del Prado. El único que reaccionó desde su cercana fuente, según cuentan algunos, fue Neptuno. En medio del himno, cuentan, levantó el tridente y lanzó un bramido tal que hizo pararse el reloj de Correos y aterrorizó a los leones de la carroza de la Cibeles, quienes sólo alcanzaron a lanzar dos timidísimos maullidos mininos: el primero fue de miedo; el segundo, de envidia. Terminado el partido y consumada la victoria, la gente se fue, sonriente y silenciosa, camino de la puerta de la calle Ibiza. Mientras cruzaban el Retiro pensaban en la paradoja que habían vivido: en un equipo nuevo que nacía ya con tradiciones. En el nacimiento de una nueva época que era, no obstante, la recuperación de los viejos tiempos. En lo que iban a disfrutar durante los años siguientes viendo a equipos pequeños en campos malos. Entretenidos iban en estos pensamientos los que habían asistido al prodigio cuando, espontáneamente y sin decir nada, muchos empezaron a colocarse en una larga cola. La cola se formaba delante de dos grandes autobuses de donación de sangre.
FIN