Se preguntó, como ya lo había hecho muchas veces, si no estaría él loco. Quizás un loco era sólo una "minoría de uno". Hubo una época en que fue señal de locura creer que la Tierra giraba en torno al Sol: ahora, era locura creer que el pasado es inalterable. Quizá fuera él el único que sostenía esa creencia, y, siendo el único, estaba loco. Pero la idea de ser un loco no le afectaba mucho. Lo que le horrorizaba era la posibilidad de estar equivocado.
O'Brien lo miraba pensativo. Más que nunca, tenía el aire de un profesor esforzándose por llevar por buen camino a un chico descarriado, pero prometedor.
— Hay una consigna del Partido sobre el control del pasado. Repítela, Winston, por favor.
— El que controla el pasado controla el futuro; y el que controla el presente controla el pasado — repitió Winston, obediente.
— El que controla el presente controla el pasado — dijo O'Brien moviendo la cabeza con lenta aprobación. — ¿Y crees tú, Winston, que el pasado existe verdaderamente?
Otra vez invadió a Winston el desamparo. Sus ojos se volvieron hacia el disco. No sólo no sabía si la respuesta que le evitaría el dolor sería sí o no, sino que ni siquiera sabía cuál de estas respuestas era la que él tenía por cierta.
O’Brien sonrió débilmente:
— No eres metafísico, Winston. Hasta este momento nunca habías pensado en lo que se conoce por existencia. Te lo explicaré con más precisión. ¿Existe el pasado concretamente, en el espacio? ¿Hay algún sitio en alguna parte, hay un mundo de objetos sólidos donde el pasado siga acaeciendo?
— No.
— Entonces, ¿dónde existe el pasado?
— En los documentos. Está escrito.
— En los documentos... Y, ¿dónde más?
— En la mente. En la memoria de los hombres.
— En la memoria. Muy bien. Pues nosotros, el Partido, controlamos todos los documentos y controlamos todas las memorias. De manera que controlamos el pasado, ¿no es así?
— Pero, ¿cómo van ustedes a evitar que la gente recuerde lo que ha pasado? — exclamó Winston olvidando del nuevo el martirizador eléctrico. — Es un acto involuntario. No puede uno evitarlo. ¿Cómo vais a controlar la memoria? ¡La mía no la habéis controlado!
O'Brien volvió a ponerse serio. Tocó la palanca con la mano.
Al contrario dijo por fin, — eres tú el que no la ha controlado y por eso estás aquí. Te han traído porque te han faltado humildad y autodisciplina. No has querido realizar el acto de sumisión que es el precio de la cordura. Has preferido ser un loco, una minoría de uno solo. Convéncete, Winston; solamente el espíritu disciplinado puede ver la realidad. Crees que la realidad es algo objetivo, externo, que existe por derecho propio. Crees también que la naturaleza de la realidad se demuestra por sí misma. Cuando te engañas a ti mismo pensando que ves algo, das por cierto que todos los demás están viendo lo mismo que tú. Pero te aseguro, Winston, que la realidad no es externa. La realidad existe en la mente humana y en ningún otro sitio. No en la mente individual, que puede cometer errores y que, en todo caso, perece pronto. Sólo la mente del Partido, que es colectiva e inmortal, puede captar la realidad. Lo que el Partido sostiene que es verdad es efectivamente verdad. Es imposible ver la realidad sino a través de los ojos del Partido. Este es el hecho que tienes que volver a aprender, Winston. Para ello se necesita un acto de autodestrucción, un esfuerzo de la voluntad. Tienes que humillarte si quieres volverte cuerdo.
Después de una pausa de unos momentos, prosiguió: Recuerdas haber escrito en tu Diario: «la libertad es poder decir que dos más dos son cuatro?».
— Sí — dijo Winston.
O'Brien levantó la mano izquierda, con el reverso hacia Winston, y escondiendo el dedo pulgar extendió los otros cuatro.
— ¿Cuántos dedos hay aquí, Winston?
— Cuatro.
— ¿Y si el Partido dice que no son cuatro sino cinco? Entonces, ¿cuántos hay?
— Cuatro.
La palabra terminó con un espasmo de dolor. La aguja de la esfera había subido a cincuenta y cinco. A Winston le sudaba todo el cuerpo. Aunque apretaba los dientes, no podía evitar los roncos gemidos. O'Brien lo contemplaba, con los cuatro dedos todavía extendidos. Soltó la palanca y el dolor, aunque no desapareció del todo, se alivió bastante.
— ¿Cuántos dedos, Winston?
— Cuatro.
La aguja subió a sesenta.
— ¿Cuántos dedos, Winston?
— ¡Cuatro!! !¡Cuatro!! ¿Qué voy a decirte? ¡Cuatro!
La aguja debía de marcar más, pero Winston no la miró. El rostro severo y pesado y los cuatro dedos ocupaban por completo su visión. Los dedos, ante sus ojos, parecían columnas, enormes, borrosos y vibrantes, pero seguían siendo cuatro, sin duda alguna.
— ¿Cuántos dedos, Winston?
— ¡¡Cuatro!! ¡Para eso, para eso! ¡No sigas, es inútil!
— ¡Cuántos dedos, Winston!
— ¡Cinco! ¡Cinco! ¡Cinco!
— No, Winston; así no vale. Estás mintiendo. Sigues creyendo que son cuatro. Por favor, ¿cuántos dedos?
— ¡¡Cuatro!! ¡¡Cinco!! ¡¡Cuatro!! Lo que quieras, pero termina de una vez. Para este dolor.
Ahora estaba sentado en el lecho con el brazo de O'Brien rodeándole los hombros. Quizá hubiera perdido el conocimiento durante unos segundos. Se habían aflojado las ligaduras que sujetaban su cuerpo. Sentía mucho frío, temblaba como un azogado, le castañeteaban los dientes y le corrían lágrimas por las mejillas. Durante unos instantes se apretó contra O'Brien como un niño, confortado por el fuerte brazo que le rodeaba los hombros. Tenía la sensación de que O'Brien era su protector, que el dolor venía de fuera, de otra fuente, y que O'Brien le evitaría sufrir.
— Tardas mucho en aprender, Winston — dijo O'Brien con suavidad.
— No puedo evitarlo — balbuceó Winston. — ¿Cómo puedo evitar ver lo que tengo ante los ojos si no los cierro? Dos y dos son cuatro.
— Algunas veces sí, Winston; pero otras veces son cinco. Y otras, tres. Y en ocasiones son cuatro, cinco y tres a la vez. Tienes que esforzarte más. No es fácil recobrar la razón.