Esto es un magnífico ejemplar de Delphinapterus leucas, también llamada ballena beluga, en su entorno natural. Se trata de un cetáceo odontocento (es decir, que posee dientes duros, que puede morder si le apetece), tiene la peculiaridad de ser totalmente blanco y carece de aleta dorsal. Estas peculiaridades son causa de su adaptación al medio en el que vive, zonas árticas y subárticas. Por eso tienen, por ejemplo, el porcentaje de grasa más alto de todos los cetáceos. Hay más información en su artículo de Wikipedia, bastante cuidado y recomendable.
Esto es un fragmento que he transcrito del libro Leviatán o la ballena, de Philip Hoare (Ed. Ático de los libros), que ya recomendé en otro post hace tiempo:
Aunque una ballena en Nueva York parecía completamente fuera de lugar, de hecho había precedentes históricos. En 1861 Phineas T. Barnum importó un par de belugas para su Museo Americano en Broadway. Las ballenas, pescadas en las aguas frente a Labrador y traídas en cajas herméticamente cerradas y forradas por dentro con una capa de algas, medían siete y cinco metros y medio respectivamente. El tanque en el que las alojaron en el sótano medía diecisiete metros y medio por siete metros y medio, pero tenía una profundidad de apenas dos metros diez centímetros y además fue llenado con agua dulce. En él, las ballenas nadaban pegadas como amantes, e incluso su dueño estaba convencido de que su carrera sería muy corta. «He aquí una auténtica "sensación"», se maravillaba el New York Tribune, imaginando que la «iniciativa del señor Barnum no se detendrá en las ballenas blancas. Incluirá también cachalotes y sirenas y abrazará cuantos seres extraños nadan, vuelan o reptan en el planeta, hasta que el Museo se convierta en un gran microcosmos de la creación animal.»
Aquella fascinación con las ballenas, como la que manifestaba Philip Brannon al hablar de la bahía de Southampton, era el reflejo de una moda victoriana, un ejemplo característico del matrimonio entre el ingenio de la ciencia y la curiosidad humana. En Inglaterra se entregaron las ballenas vivas a los acuarios de Manchester y Blackpool (aunque se cerró uno de los espectáculos de marsopas por miedo a que sus actores pudieran ofender con su conducta a las personas de disposición más sensible), y en septiembre de 1877 una ballena beluga llegó a Westminster, al mismísimo centro de la ciudad más grande del mundo. El especímen, de dos metros y noventa centímetros, fue capturado -junto con otros diez- frente a la península de Labrador, donde quedó varado al bajar la marea y fue capturado por Zack Coup y sus hombres. Allí empezó un largo viaje hasta Londres.
Una chalupa la transportó en una caja estrecha hasta Montreal. Luego se puso a la ballena en un tren a Nueva York, trayecto que llevó dos semanas. El animal pasó siete meses en el Summer Aquarium de Coney Island, donde «adoptó la costumbre de nada en círculos», para ser sacada después de su tanque y metida en un barco de vapor de la compañía North German Lloyd, el Oder, con destino a Southampton. Durante el viaje se la mantuvo en cubierta en una tosca caja de madera forrada por dentro con algas y se la remojaba con agua salada cada tres minutos. A pesar de los intensivos cuidados que se le dispensaron, la ballena ya había empezado a consumir su propia grasa.
En Southampton, subieron a la beluga a un convoy del ferrocarril Sout-Western y viajó en un vagón descubierto hasta la estación de Waterloo y de allí a su destino final, un tanque de hierro de trece metros cuarenta centímetros de largo, seis metros diez centímetros de ancho y un metro ochenta y dos centímetros de profundidad en el Royal Aquarium, una magnífica estructura gótica que se había construído recientemente frente al Parlamento. La ballena esperó las dos horas que el tanque tardó en llenarse. «Había estado yaciendo en la caja y respirando una vez cada 23 segundos. Agitó debilmente la cola cuando notó que movían la caja, Cayo de ella de lado hacia el agua y se fue hacia el fondo del tanque como si fuera un plomo». Se le concedieron tres horas de privacidad al animal antes de permitir que el público «en enormes multitudes» pudiera pasar a verla desde una tribuna construida especialmente a tal efecto.
A The Times no le pareció que aquellas fueran formas de tratar a una ballena. «No es probable que sobreviva mucho tiempo en agua dulce, aunque emerge a intervalos de entre diez y cien segundos a respirar y en ocasiones expulsa un chorro de agua a través de la ancha abertura respiratoria que tiene en el centro de la frente. El ruido y alboroto que causan los obreros hace que de vez en cuando se mantenga bajo el agua durante dos minutos seguidos.» Alimentaban a la beluga con anquilas vivas, pero pronto se hizo obvio que su cresta dorsal, «a la que la grasa debería dar una forma redondeada», se marcaba «vertiginosamente en su espalda».
«Si sucumbiera a las desfavorables condiciones de vida en esta ciudad, no se podrían extraer barbas de ballena de este monstruo», añadió el periódico. «Tampoco es la ballena blanca mu abundante en grasa. Pero su piel servirá para hacer botas.»
Las sospechas de The Times se demostraron correctas, aunque se equivocaran al pensar que el ejemplar era un macho. En lo que se entendió como producto del delirio, la ballena -que de hecho era una hembra- empezó a nadar a toda velocidad de un lado a otro del tanque hasta golpearse la cabeza contra la pared. Luego, «después de recuperarse un poco, de nuevo empezó a dar vueltas rápidamente en el tanque, volvió a golpearse de cabeza contra la pared, se volvió boca arriba y murió».
Con ello no acabaron las indignidades, pues el cuerpo se sacó del tanque y se exhibió al público al día siguiente. Se hizo un modelo de escayola y eminentes méditos y naturalistas le practicaron una necropsia. Descubrieron que lejos de pasar hambre, la ballena tenía el estómago lleno; pero también los pulmones muy congestionados. El hecho de que el animal hubiera sido transportado en cubierta a través del Atlántico siendo rociado constantemente con agua, en lugar de preservar su vida, había provocado que esa agua se evaporara rápidamente entre cada rociada y causado que el animal se resfriase.
El público fallecimiento de la ballena de Westmister desencadenó el intercambio de cartas entre importantes personalidades. El obispo Claughton, de St. Albans, un poeta por méritos propios, se quejó de que era «la criatura de la que el salmista había dicho que Dios la habría colocado en su elemento» y que, por tanto, el hombre no tenía el menor derecho a sacarla de él. William Flower, del Real Colegio de Cirujanos -y que con el tiempo sería el primer director del Museo de Historia Natural de Londres- presenció la autopsia y consideró que las «supuestas marcas de maltratos» en el cuerpo del cetáceo, «eran consecuencia de que las anguilas que había en los tanques le habían mordisqueado, una vez muerta, los bordes de las aletas». El profesor Flower afirmó que todo el proceso se justificaba por «los avances del conocimiento científico y del saber general que de él se habrían de derivarse». Pero claro, su propia institución se había beneficiado de la donación de los órganos internos, que servirían para «hacer algunos preparados muy interesantes».
En Nueva York, las ballenas de Barnum tuvieron el destino previsto. Víctimas de unas condiciones igualmente inapropiadas -como peces ganados en la feria que se llevan a casa en bolsas de plástico- también murieron a los pocos días, pero sólo para ser reemplazadas por sucesivos nuevos especímenes hasta que un indencio destruyó el museo en 1865. SE intentó por todos los medios rescatar a la última beluga, pero fue inútil. Al final, un bombero compasivo rompió el tanque con un gancho, «de modo que la ballena sólo se asó viva, en lugar de padecer el suplicio de cocerse a fuego lento».
Esto es un video de una Beluga bailando una serenata.