A partir de aquí, intenté evitar a Luna un tiempo, rehusaba responder a sus mensajes o contestar a sus llamadas. Rara vez me topaba con ella por los pasillos, aunque alguna vez logré atisbarla entre la marabunta que se reunía diariamente en la cafetería. Algunos de mis compañeros se mostraban muy interesados en conocer los detalles de la situación, les ofrecía escuetas evasivas para no verme obligado a detallar las causas de nuestro distanciamiento y de mi mal humor, que estaba contribuyendo a ganarme una reputación de infame en el instituto.
Una mañana, cuando me encontraba accediendo al recinto, sentí que alguien tocaba mi espalda; me giré para descubrir a Yolanda, una deformidad de niña que me traería problemas de otra índole en un futuro no muy distante, puesto era cleptómana, aunque aún yo no lo sabía. Fui interrogado acerca de la relación que mantenía con Luna, por lo que le contesté algo así como que era cosa del pasado, que sólo la quería para follar y que, como no se había dejado, me había buscado ya a otra.
No recuerdo por qué motivo me quedé ahí parado en lugar de marcharme también yo cuando Yolanda se giró y desapareció. Mentiría si dijese que puedo rememorar con nitidez cómo alguien más me entretuvo con una conversación, aunque cabe la posibilidad de que así fuera, solamente sé decir que aún no había amanecido en plenitud, que se veía como a través de tinieblas azules y purpúreas, y que de aquella bruma surgió Luna para enfrentarme.
-¿Es verdad lo que le has dicho a Yolanda?
-Sí.
-Repítemelo.
Así lo hice, volví a pronunciar casi las mismas palabras y me adentré en el centro. Apresuradamente intentaba alcanzar el cuarto de baño cuando me topé con Jesús, el profesor de historia; quien, en un principio, quiso mandarme a clase, pero al ver mis ojos, que debían estar rojos, o mostrar afectación mediante alguna otra vía, me invitó a que me tomase unos minutos antes de entrar.
-No es necesario- Dije. Avancé y tomé asiento.
Luna me buscó en clase un día; en aquel momento, me dijo que le había bastado verme para saber que todo lo que le había espetado la vez anterior era falso.
Quedamos en devolvernos los libros que nos habíamos prestado; ella me trajo mi Todo es Eventual, basura que consideraba interesante por aquel entonces, aunque hacía mucho que mi autor favorito era Nietzsche, tampoco había leído otra cosa, y no paraba de citarlo a todas horas de la forma más extemporánea posible, sobre todo para justificar las torturas a las que sometía a uno de mis compañeros de clase, que tenía serios problemas de salud cardíaca y al que, por este hecho, llamaba yo hombre de hojalata.
A ella le devolví su libro celeste, ojalá aún lo conservara, era otra colección de relatos, de un autor español que, años más tarde, ganó un importante premio e incrementó considerablemente su popularidad. Uno de los relatos había sido inspirado por los ojos de Luna, ya que el escritor era viejo amigo de su madre, e iba a visitarla con cierta frecuencia.
Durante el intercambio, ella me propuso que nos olvidásemos de todo y empezásemos de nuevo. Le dije que no aceptaba ese trato, que la quería en mi vida, pero sin olvidar nada, que debíamos mantener lo que había pasado como prueba de superaríamos siempre cualquier cosa.
-No te habría podido seguir queriendo si hubieses dicho cualquier otra cosa. – Y me abrazó.