Muchas fueron, por aquel entonces, las veces que intenté acercarme físicamente a Luna, derribar las barreras que se había construido. Mantuvimos recurrentes discusiones por esta causa, confieso que jamás logré comprenderla. A veces, por ejemplo, me decía:
-Habla, habla sin parar, de lo que sea.
Y, agarrándome de las quijadas, pegaba sus labios contra los míos, e inspiraba mi hálito, provocándome una mudez momentánea.
-Te he robado la voz. - Decía entre risas.
Sus ojos parecían anudados a mi boca, sus dedos rondaban con habitualidad mis cabellos, sus brazos apresaban mi cuello; sus piernas, fortísimas: mi cintura… Mas, al intentar adueñarme de ella, al querer hacerla mía y besarla como ansiaban desde hacía tanto mis entrañas, la respuesta era siempre la misma.
Su rostro se colmaba de tristeza, sus manos descendían y, con las palabras quebradas, casi hechas murmullo, me pedía un poco más de paciencia. ¿Cómo iba yo a tenerla, si ya no encontraba en ella nada que fuera límpido ni sereno? Y, aunque la odiase, creo que también la amaba; o, al menos, pienso que me era imposible deshacerme de la visión que tuve de ella, de la adoración de quien ya jamás retornaría.
Su cuerpo, su carne, su presencia… Todo aquello no era sino el envoltorio imperfecto de la divinidad que hubiera contemplado otrora. Necesitaba atravesarla, sumirme en ella, que se entregase a mí sin salvar de su ser ni un resquicio. Sólo así terminaría mi sufrimiento y podría redimirme, sólo así lograría quedar completo. Pero, si de ella quedaba un ápice que se salvara, que no fuera depositado en mi regazo, si de su existencia salvaba un único aliento, un milímetro de músculo o de piel, entonces, no me sería permitido transcender a lo mundano: quedaría atrapado en la suciedad de lo imperfecto.
Para que lo que ella ya había entregado quedase en nada, debía rendirse a mí hasta que su cuerpo y su ser quedasen destrozados; y destruido quedase también yo en ella. Precisaba que ambos muriésemos en los brazos del otro, mas el desánimo se apoderaba de su rostro al oírme estas palabras; y de mí, la rabia al no verme correspondido.
Hasta qué punto me desgarraban estas ideas, es difícil transmitirlo. Cuánto sufrí, hasta qué límite se ensució mi interior y me corrompí: yo; que, aunque quizás malvado, siempre había sido simple, como un niño; noté cómo arraigaba en mí una complejidad oscura, una profundidad torturadora, un asco que no conocía descanso.
Casi cada vez que nos veíamos, terminábamos llorando o discutiendo a gritos.
-¿Cómo voy a entregarme a ti si me haces infeliz?
Y, al observar cómo se dirigía a cualquier otro, cómo existía al nivel de las demás personas, cómo hablaba con sus amigas, y daba muestras de quererlas o manifestaba apreciarlas, me colmaba yo de rabia y de angustia. No sólo había descendido a la tierra, sino que me había arrastrado con ella, me había hecho perder lo único que de mí estimaba.
-Antes de conocerte, nunca pude querer a nadie. Me has curado. Cómo me alegro de haberte encontrado. Dios debe existir porque tú existes.
Tales arrebatos tenía, semejantes cosas me confesaba. Cómo me repugnaba oír algo de esto. Sí, te has salvado, Luna, caminas ahora entre los mortales, tú, que eras el ángel de la eternidad predilecto. Y me has hecho sucumbir a mí, invisible soy ahora, puesto no existo más que en las profundidades del abismo, y me desprecio.
A pesar de que meditaba estas cosas, seguía soportando el martirio. Cada vez más degradado y patético, cada vez más humillado: resistía, puesto que aún confiaba en su entrega, en la salvación que, muy pronto, habría de recompensarnos.