Pongo lo más reciente que escrito, pensado para ser una historia larga y estructurada, pero que de momento solo se muestra como un primer capitulo de algo que quiero que llegue a algún sitio, pero no se a que sitio llegara, aún... Criticas constructivas son siempre bien recibidas!
Los ojos del Miedo
1.
Las pesadillas refulgían en estallidos constantes en la cabeza de Dean, pareciéndose por momentos a un estado febril avanzado que amartillaba su cabeza con imágenes de lugares oscuros, estériles y hostiles; desprovistos de vida. Casi eran ideogramas crípticos indescifrables, pero se mostraban con la nitidez de quien ve algo que su mente racional le dice que no está ahí, que no es posible, y el resto de sus sentidos le contradice en una batalla confusa pero definitiva. Unas migrañas habrían sido una descripción aproximada burda y vulgar, casi un chiste de mal gusto, de la presión unánime y constante de su cabeza durante aquellos sueños. Se podría asemejar a tener una galaxia entera apoyada sobre sus sienes.
Hasta donde el recordaba (o al menos, hasta donde sus primeros recuerdos vividos se amontonaban revoloteando en su cabeza y le daban un punto de partida aproximado de cuando su mente racional empezó a funcionar) esas pesadillas le habían asaltado siempre, noche tras noche. Él sabía con certeza, pero con más despreocupación que inquietud, que cuando el sol caía y la luna ordenaba a su sequito de estrellas que extendiesen su manto helado de miles de estrellas, puntitos insignificantes en una marea eterna y perfecta, sobre el cielo nocturno, el comenzaría a soñar. Soñar con esas horribles pesadillas. Eso ya no le alteraba de una manera visible, pero inconscientemente le tenía un pavor irracional a dormir. Era como un empleado de casino que tras años y años allí, había dejado de escuchar el titubeante y agudo sonido de las máquinas tragaperras y los improperios y en ocasiones, sollozos incontrolados de jugadores que perdían su alma y dinero apostándosela al diablo en una última mano que parecía triunfadora y esclarecedora en esa mesa de black Jack, o en aquella de póker, o en esa otra de baccarat; el juego era indiferente. La escena se repetía de la misma manera siempre. Pero el diablo siempre iba un paso por delante de ellos. Se había acostumbrado a las reticentes pesadillas como supuso que se acabaría acostumbrando al sonido de las maquinas, los sollozos y la imagen de gente a la que no le quedaba ya nada más que su propia vergüenza, de llegar a trabajar en un casino.
Eran recurrentes y punzantes, un auténtico peso con tintes de horror que desmontaría hasta la mente del hombre más duro de la tierra, lo haría enloquecer sin marcha atrás, pero él, para su temprana edad, convivía con ellas sin que le afectasen hasta tal punto. Le perturbaban, sí, pero las sobrellevaba de una manera férrea y neutral, intentando que no afectasen a su vida cotidiana. Una monótona vida que en ocasiones, de una manera asquerosamente divertida, pensaba que solo tenía un punto de cierto humor negro cósmico cuando esas pesadillas le sacaban de una rutina casi más infernal que las pesadillas en sí mismas. A veces incluso había llegado a pensar, con no cierta reticencia y sutil repugnancia por la idea misma, que vivía más cuando soñaba que cuando no lo hacía.
Aunque cada noche las pesadillas eran una marea gelatinosa cambiante, que en ocasiones le llevaba de un mundo desierto a otro con vida, pero decadente y muerto (una decadencia impropia, pensaba, de algo que siguió latiendo y aferrándose por no fallecer. Eran los últimos estertores de aquel paisaje). En ocasiones tenia algunos sueños recurrentes. Uno de los que más se le repetían era cuando se encontraba en medio de la nada absoluta, rodeado de un negro más oscuro que la propia oscuridad que llenaba todo sin fallo alguno, un escenario que no iluminarían ni mil soles dispuestos de la manera correcta para no dejar la oportunidad de que ninguna sombra pudiera existir. Y el solo corría, corría y corría delante de algo que solo en una ocasión tuvo valor, o la decisión racional de tomar el control del sueño en ese momento y girarse a ver qué era lo que le perseguía, casi con la curiosidad de un niño al ir la primera vez al zoo y ver todos aquellos animales representando un espectáculo que él creía era solo para sus ojos, y con el pavor profundo e irrefutable que ese mismo niño sentía cuando se le hablaba del coco, o el hombre del saco, y su mente volaba rápida a imaginar aquellas grotescas figuras, inundándolo seguidamente de un flagrante miedo irracional.
Sin saber explicar por qué, siempre que había soñado con aquella persecución delirante y sin fin, el sabia certeramente que su perseguidor en realidad no quería atraparle (Dean sabía que nunca se alejaba ni acercaba de él, solo le seguía, adaptándose a su ritmo para mantener una distancia constante), pues si eso fuese lo que quería, lo podría haber hecho en cualquier momento. Aquella cosa solo quería hacerlo correr y correr inundándolo de pánico hasta que acabase extenuado y al borde del desmayo, o de la misma muerte por cansancio. Solo en un sueño, solo una vez, dejo de correr y paro.
Cuando lo hizo, invirtió lo que le pareció un eterno segundo en percatarse de su propio cansancio, de sus jadeos casi sordos pero potentes, del temblor incontrolado de sus piernas y de cómo el pecho le subía y bajaba a un ritmo frenético como los pistones de un motor a pleno rendimiento. Supo que estaba en su límite físico, y aquel descanso que le apalizaba el cuerpo le desgastaba más que seguir corriendo, como cuando ese mismo motor se enfría y necesita otra vez cierto movimiento para recuperar su ritmo nuevamente, pero no le importo. Su mente estaba en otro plano, disociada de su cuerpo a punto de desmoronarse sobre aquel negro absoluto, aunando las fuerzas que le quedasen del último resquicio de el mismo para grabarse a fuego la idea de que esta vez no correría más, daría la vuelta y se enfrentaría a su cazador, que él pensaba que ahora sería cazado.
Antes siquiera de acabar de reunir fuerzas y empezar a pensar en aquello, una voz fría y ajena, pero imponente y firme, sin tono ni expresividad alguna dijo:
-Gírate, mírame como nunca has mirado a nada ni nadie en tu vida, desecho humano. Date la vuelta y mírame.
Se le helo la sangre y le flaquearon las fuerzas más aún si cabía. Le invadió una colosal sensación irracional. Por un instante incluso se enfadó ferozmente con el mismo por no haberse dado la vuelta un momento antes, solo lo justo para demostrarse que había sido su iniciativa, y no la de la voz, el hecho de girarse y confrontarlo. Un segundo antes, pensó para poder decirse a sí mismo “Si, ha salido de mí, no has sido tu quien me ha dicho que lo hiciese basura espectral, no, he sido yo solito”. Eso, pensó, en su fuero interior le habría dado una ráfaga de vigor que le habría hecho sentirse un hombre de verdad, sin miedo ni duda. Pero había sido lento, y era la voz la que le ordenaba e impulsaba que se girase y no su propio coraje y determinación como él quería que hubiese sido. Sin más ideas en que pensar, ni más tiempo en el que pararse a esperar, hizo el ademan de girarse hacia su derecha para dar media vuelta y descubrió que no le quedaban fuerzas ni para eso. En el mismo momento, también noto como algo sin posibilidad de ser descifrado le empujaba el hombro izquierdo para acabar el giro hasta quedar de volteado completamente, encarando a su perseguidor. Aquel empujón le dolió, le dolió hasta lo más profundo de su alma, pero no le quedaban ganas ni de quejarse.
Y cuando al fin giro completamente, quedando de espaldas hacia el sentido de su interminable carrera, levanto ligeramente la vista y solo pudo ver lo que describiría como unos ojos de tamaño y color imposibles. De proporciones colosales y dantescas, que parecían querer comerse incluso a aquel negro que llenaba todo. Ojos de un color que, en una aproximación vaga y casi patética (dentro de lo que podía considerarse remotamente acertado en una descripción que no era posible con palabras… al menos de este mundo) oscilaban entre un ocre burlón como el que desprende un revolver arcaico al ser disparado en un lugar que no dejase escapar esa luz y un carmín vivo que hacía sentir vergüenza a cualquier otro rojo que pudiera existir, avergonzando a la propia sangre. Solo unos ojos, de mirada tiránica y llenos de misticismo peligroso y cólera inhumana. Unos ojos que no miraban a nada, pero se sentía que podían verlo todo. Unos ojos como sabía que nunca había visto ni volvería a ver, eran los ojos de…
La misma voz fría, neutra y turbadora de antes se pronunció:
-Y ahora, despojo, cae sin fin.
Y en ese momento, lo que el sentía como suelo (intuía que lo era, pero no había ni suelo ni techo ni paredes, solo un negro imponente que lo manchaba todo) se desvaneció, y la mayor sensación de vértigo que se podría haber cruzado por la cabeza de alguna persona lo engullo. Era una sensación que mareaba más que mil viajes seguidos en la atracción que más vueltas diese en el mundo, el ver como el negro se alejaba y el iba cayendo sobre otro negro más absoluto, mas presencial, más tangible, pero igual de indiferente y aterrador. Un negro que se lo estaba comiendo a bocados de dentro a fuera en la vertiginosa y fugad caída. Y eso ojos en el techo del abismo que ahora si lo miraban a él, y que sin necesidad de mostrar una boca para dar fe del acto, se podían ver que estaba burlesca y despiadadamente riéndose de él y la situación. Una risa que sí que pudo llegar a oír y que no manaba de ningún lugar concreto. Y en lo que a Dean le parecieron 10 vidas sin pausa de caída (realmente, apenas llegaba a los 10 segundos) pudo sentir como el cuerpo se le contraía sobre sí mismo, como si en su estómago, una gravedad demoledora estuviese atrayéndolo hacia sí hasta reducirlo a un amasijo de piel, huesos y carne irreconocible hasta para el mejor forense del planeta. La cabeza le iba a estallar, el cuerpo se le descomponía en fulgurantes oleadas de calor, frio y dolor y la mente se le perdía en un vacío incompleto del que no podía salir.
Vio como se le derrumbaban todos los sentidos, y el ultimo que le quedo, el tacto, fue suficiente para notar lo que si pudiera describir de manera gráfica sería un arpón para cazar animales marinos de incontables toneladas que le atravesaba justo entre los dos ojos en diagonal hasta la parte baja de su nuca.
Ese pinchazo solemne y mudo empequeñeció el resto de sensaciones.
Y en ese último instante, la cabeza se le consumió en un fuego que no desprendía calor, pero quemaba de igual manera que lo hiciese. Ardía como mil demonios.
Despertó.