En este mundo no hay dioses.
La sangre negra de Omua abrasó la piel tan blanca como el marfil
y dibujó un camino desde las cimas del eterno invierno hacia donde descansa el colmillo del dragón.
Un mensaje para la estirpe del parásito que robó a Ynix, la Llama Sagrada;
la maldición del dragón aún persiste, lejos de acabar.
En este mundo no hay dioses.
La sangre negra de Omua derritió los huesos de los descendientes del parásito,
una fracción del dolor de madre cuando el falso dios le cortó las patas y le arrancó las alas.
Un mensaje para decirles que, a no ser que devuelvan la Llama Sagrada,
la pasada gloria de la Montaña Dorada quedará para siempre enterrada en el invierno.
En este mundo no hay dioses.
La sangre negra de Omua devoró la carne de los que guardaron silencio
y se tragó el grito de su rabia por la alianza que el embaucador había roto.
Para liberar a Omua de la maldición mortal del dios falso
y recuperar la Llama Sagrada, se hizo un pacto con un espíritu de oscuridad.
En este mundo no hay dioses.
Con la nieve me cubría cuando rompí mi cascarón
y las memorias fragmentadas de Omua que invadían mi mente, mi cuerpo quedó congelado, incapaz de moverse.
El olvido se apoderará de mí cuando se cumpla el pacto, pero recordaré a su debido tiempo.
En este mundo no hay dioses.
La sangre negra de Omua floreció roja sobre mi cuerpo.
Ahora debo aventurarme más allá de la Montaña Dorada.
Este gran poder, el control sobre el Espíritu oscuro, es mi nuevo descanso.
Recuperaré a Ynix. La Llama Sagrada será mía para hacer arder a los falsos dioses por sus transgresiones.
En este mundo no hay dioses.
Una noche sin luna, sobre las colinas de Zvier,
un joven venante miró hacia la cima siempre nevada y susurró una plegaria:
«Escuchad mi súplica, oh dioses... Borrad vuestro rastro de la faz de este mundo,
pues la hija del dragón, bañada en la sangre antigua, busca reduciros a cenizas».