En enero del año pasado, el Àrea Metropolitana de Barcelona activó la zona de bajas emisiones (ZBE) con el propósito de reducir la circulación de los vehículos más contaminantes. Su objetivo era mejorar la protección de la atmósfera, la calidad del aire, del medio ambiente y, así, favorecer la salud de las personas. En septiembre, hace ahora algo más de un año, entró en vigor el régimen sancionador para quienes incumplan la nueva normativa, por lo que puede decirse que esta medida de control acaba de cumplir de hecho su primer año de vida.
La ZBE es un área de más de 95 kilómetros cuadrados, que en Barcelona comprende el espacio situado entre la ronda de Dalt y la ronda Litoral e incorpora también municipios como l’Hospitalet, Cornellà, Esplugues y Sant Adrià en toda su extensión. Las restricciones se han aplicado a vehículos matriculados hace alrededor de veinte años y suponían, a efectos prácticos, su desaparición de la vía pública.
Pese a las normas aplicadas, el grado de contaminación es el de la prepandemia
Pasado un año desde que se impuso esta nueva norma, el balance que puede hacerse es desigual. Por una parte, se ha conseguido renovar el parque automovilístico, y no poco. Si en el 2017, el 20% de los vehículos que circulaban por la actual ZBE no hubieran obtenido la etiqueta ambiental requerida para hacerlo, ahora son solo un 1%. Eso significa, obviamente, que la imposibilidad de seguir circulando con vehículos de muchos años ha llevado a muchos conductores a reemplazarlos, ya fuera adquiriendo otros nuevos o bien de segunda mano pero todavía con larga vida por delante.
Sin embargo, esta buena noticia se ve empañada por otra, que obra en contra del objetivo de mejorar la calidad medioambiental. Debido a los cambios restrictivos en la movilidad terrestre aplicados por el Ayuntamiento de Barcelona a la circulación –reduciendo, por ejemplo, el número de carriles útiles en determinadas calles del Eixample–, se han generado más atascos, por lo que muchos trayectos exigen ahora más tiempo del que requerían anteriormente. Debido a ello, los coches han tenido ocasión de contaminar durante un periodo más largo que cuando cubrían sus desplazamientos de modo más veloz. Teniendo en cuenta, además, que el número de coches en las rondas ha aumentado un 2% –no así en el Eixample, donde todavía no está en niveles prepandemia–, el resultado obtenido dista de ser satisfactorio: pese a las modificaciones aplicadas, el grado de contaminación viene a ser el mismo que antes de que estuviera activada la ZBE. Porque lo que se ha ganado con la renovación del parque automovilístico se ha perdido con una circulación más restringida y, puesto que no se ha reducido significativamente el número de coches, se ha producido esa mayor y más contaminante congestión.
Los objetivos últimos de programas como el de la ZBE no están en discusión. Las directivas europeas, la hoja de ruta de la Agenda 2030 y los restantes compromisos internacionales para mejorar la calidad de la atmósfera marcan un camino que seguir bien balizado. Pero sería bueno que las políticas aplicadas con tal fin obtuvieran resultados más alentadores. Hay que tomar medidas efectivas para reducir esa contaminación, que no comporten consecuencias colaterales indeseadas, como las ha comportado esa restricción de carriles. Y hay que actuar ante el problema derivado del creciente número de furgonetas que reparten las compras electrónicas. Ya sea estableciendo puntos de distribución o electrificando la flota de vehículos que cubre el tramo final de la entrega. El objetivo de la ZBE es, como decíamos, plausible. Pero la efectividad de la operación deja todavía demasiado que desear.
Si algo queda claro es que la zbe ha ido de maravilla para los concesionarios y la venta de vehículos. Y que Barcelona y la restriccion de la circulacion cortando calles y quitando carriles no ayuda.