#54 Pues voy a citar a un par de historiadores, ya que los había citado en MV:
Preston
spoilerSin embargo, si hubo una diferencia en los asesinatos en las dos zonas, esta yace en el hecho de que las atrocidades republicanas solían ser obra de elementos incontrolables, en unos días en que se habían sublevado las fuerzas del orden. En cambio, las cometidas por los nacionales eran oficialmente toleradas por aquellos que proclamaban estar luchando en nombre de la civilización cristiana. Naturalmente, la propaganda nacional trató de presentar los asesinatos en la zona republicana como parte de la política oficial del gobierno, es decir, bolchevismo en acción. [...] El 24 de agosto de 1936, el día después de la matanza de la cárcel Modelo, se crearon tribunales populares en un intento de tapar el hueco que había dejado el derrumbamiento del sistema de justicia y poner coto a los asesinatos incontrolados
{...]
En el nuevo gabinete, Prieto utilizó la influencia que ejercia en Negrín para que el cargo de ministro de la Gobernación se diera a Julián Zugazagoitia por su firme compromiso con la restauración del orden público. Junto a otro vasco, Manuel de Irujo, para la cartera de Justicia, de esta forma quedó garantizado que en España no habría juicios como los de Moscú a pesar de la persecución que desencadenaron los comunistas contra el POUM. Al tomar posesión de su cargo, Irujo declaró: "Levanto mi voz para oponerme al sistema y afirmar que se han acabado los paseos ...Hubo días en que el gobierno no fue dueño de los resortes del poder. Se encontraba impotente para oponerse a los desmases sociales. Aquellos momentos han sido superados ...Es preciso que el ejemplo de la brutalidad monstruosa del enemigo no sea exhibido como el lenitivo a los crímenes repugnantes cometidos en casa"
Preston, La guerra civil española. pp. 139-140
Viñas
spoilerAhora bien, como ha señalado Raguer (pp. 171, 178s), suele olvidarse hoy que tales explosiones de violencia no fueron de larga duración, que el Gobierno hizo lo que pudo por controlarlas en cuanto recuperó los poderes del Estado y que a partir de septiembre de 1936, por ejemplo, los sacerdotes y religiosos empezaron a ser conducidos delante de los tribunales populares y condenados a penas de prisión.
De no haberse producido el golpe, es difícil pensar, en efecto, que la violencia se hubiera desatado. El «terror blanco», por el contrario, fue consustancial con la sublevación. Como ha señalado Graham (2005, pp. 27ss) en el primer caso cabe constatar un hilo de continuidad con las tensiones políticas de la anteguerra y el abortamiento de las reformas generado por la derecha. En el segundo, la acción purificadora se dedicó a extirpar todo lo que representaba cambio económico, cultural y social y a sentar las bases para reimponer un orden que nunca hubiera debido violarse y, como tal extirpación, fue premeditada y sancionada desde la cúpula.
Y lo que dice Moradiellos, que no es precisamente sospechoso de izquierdismo, es lo siguiente:
En la parte de España donde el golpe de julio de 1936 fracasó se produjo un colapso parcial de las instituciones del estado, debilitando la capacidad operativa del gobierno y las fuerzas democrático-reformistas y abriendo la vía al despliegue de un heterogéneo proceso revolucionario de alcance desigual. El acosado gobierno de Casares Quiroga que naufragó el 18 de julio había sufrido la defección de buena parte de sus jefes y oficiales, viéndose obligado a disolver los restos del ejército y quedando su defensa nominal en manos de una multiplicidad de milicias sindicales y partidistas improvisadas y a duras penas dirigidas por los escasos mandos militares que se mantuvieron leales y previa depuración de mandos hostiles o sospechosos: no menos de veintiún generales fueron fusilados en la zona republicana durante el transcurso de la guerra, según los datos de Salas Larrazábal. El hecho de que la República retuviera en su poder casi dos tercios de la minúscula fuerza aérea y algo más de la anticuada flota de guerra no mermaba esa desventaja crucial.
El ejecutivo presidido desde el 19 de julio por el farmacéutico José Giral, leal colaborador de Azaña, tuvo que enfrentarse al doble desafío de una rebelión militar triunfante en la mitad de España y al estallido de la revolución en el interior de su propia retaguardia. Y ello en un contexto internacional muy adverso en el que sus demandas de ayuda exterior tropezaron con las vacilaciones de Francia, con la hostilidad encubierta de Gran Bretaña y, finalmente, con el embargo de armas y municiones de la política europea de no intervención.
[...]
En primer lugar, la revolución provocó el surgimiento de múltiples comités y consejos autónomos, organismos de nueva planta formados por sindicatos y partidos de izquierda, que asumieron las funciones de dirección político-administrativa en su respectivo ámbito territorial, a veces con escasa o nula relación con el gobierno o sus representantes. Ese fue el caso del Comité Central de Milicias Antifascistas de Cataluña, constituido en Barcelona el 21 de julio bajo la hegemonía de la CNT y la dirección de Durruti, García Oliver y Abad de Santillán que, si bien no eliminó al gobierno de la Generalitat de Companys, redujo su papel al mínimo formal para no provocar una guerra intestina entre anarquistas y restantes fuerzas políticas. Fue también el caso del Consejo de Aragón creado por las milicias confederales y presidido por Joaquín Ascaso para gestionar la revolución en la parte oriental aragonesa ocupada. Idénticas funciones tuvieron otros órganos similares cuya composición política estuvo algo más equilibrada entre socialistas, comunistas, anarquistas y republicanos: el Comité Ejecutivo Popular de Levante creado en Valencia; el Consejo de Asturias y León establecido en Gijón; la Junta de Defensa de Vizcaya formada en Bilbao (hegemonizada por el PNV liderado por José Antonio Aguirre y Manuel de Irujo), etcétera.
Fue una atomización del poder público tan intensa que un atribulado Azaña no dudaría en calificar como un “desastre” la situación.
[...]
Finalmente, para completar el cuadro de signos que delataba la quiebra básica de las funciones del estado, surgió otro fenómeno inequívocamente revolucionario: la represión incontrolada del enemigo de clase, fueran militares, sacerdotes, patronos burgueses o intelectuales derechistas (como el dramaturgo Pedro Muñoz Seca, asesinado en Paracuellos del Jarama, y el ensayista Ramiro de Maeztu, asesinado en una cárcel de Madrid). Fue la “vergüenza de la República” para muchas de sus autoridades y un auténtico parámetro de la incapacidad gubernativa para imponerse a los acontecimientos durante los primeros meses del conflicto. El saldo final de esa represión primero inorgánica (mediante “paseos” a cargo de patrullas milicianas) y luego encauzada (a través de tribunales populares y ejecución de sentencias firmes) llegaría a totalizar la cifra ya mencionada de cerca de 55.000 víctimas (de ellas, no menos de 6.832 religiosos y 2.670 militares). Y se concentraría principalmente en la capital madrileña, Andalucía y Cataluña.
Desde luego, el “paseo” no fue mera “práctica de justicia expeditiva” sancionada por un pueblo libre (palabras de García Oliver), sino obra criminal apadrinada por organizaciones sindicales y políticas revolucionarias, con la complicidad forzada o voluntaria de agentes de la autoridad. Solidaridad Obrera llamaba ya el 24 de julio a tomar todo tipo de represalias contra los sublevados y sus simpatizantes de manera expresa: “¡Ojo por ojo, diente por diente!”. Y el 15 de agosto, haciéndose eco de lo que era una vesania criminal extendida, el diario pedía en primera plana: “Los obispos y cardenales han de ser fusilados”. Cinco días antes, el diario comunista Mundo Obrero también reclamaba en Madrid medidas enérgicas contra lo que pronto llamaría “la quinta columna” (el enemigo interno): “La consigna es: exterminio”. Y una semana más tarde, en carta privada a su mujer, el periodista Luis Araquistáin, “cerebro gris” de Largo Caballero, vaticinaba: “Todavía pasará algún tiempo en barrer de todo el país a los sediciosos. La limpia va a ser tremenda. Lo está siendo ya. No va a quedar un fascista ni para un remedio”.
Lo peor de esa furia mortal revolucionaria llegaría entre el 7 de noviembre y el 4 de diciembre de 1936, con la batalla de Madrid en pleno apogeo. Ante la orden de evacuación de presos hacia Valencia dictada por el gobierno republicano, dos organizaciones que formaban parte de la recién formada Junta de Defensa de Madrid (la Juventud Socialista Unificada, dirigida por Santiago Carrillo, y la Federación Local de CNT, liderada por Amor Nuño; ambos de veinte años) acordaron en secreto segregar del conjunto a un grupo de 2.400 prisioneros considerados “fascistas y peligrosos” para llevarlos a parajes apartados de Paracuellos del Jarama y Torrejón de Ardoz, donde sufrirán una suerte así registrada en el acta levantada y localizada por Jorge Martínez Reverte: “Ejecución inmediata. Cubriendo la responsabilidad”.
Contra esa voluntad de quienes tenían las armas y carecían de escrúpulos políticos o morales, de poco sirvieron en los primeros meses los llamamientos a la contención y al respeto a civiles inocentes. Quizá uno de los más tempranos fuera hecho por Prieto desde las páginas de El Socialista ya en agosto de 1936:
[i]No imitéis esa conducta, os lo ruego, os lo suplico. Ante la crueldad ajena, la piedad vuestra; ante la sevicia ajena, vuestra clemencia; ante los excesos del enemigo, vuestra benevolencia generosa. […] ¡No los imitéis! ¡No los imitéis! Superadlos en vuestra conducta moral.[/i]
Francisco Partaloa, fiscal del Tribunal Supremo de Madrid, tuvo ocasión de apreciar la represión en las dos zonas y de comprobar la actitud de las autoridades respectivas. Se vio obligado a abandonar la capital por su enfrentamiento con milicianos comunistas que dirigían una checa partidista y se exilió en París con la aprobación del ministro de Justicia. De allí se pasó a la zona franquista y fue encarcelado en Sevilla durante algún tiempo hasta ser liberado por intercesión de Queipo de Llano, su amigo de tiempo atrás. Afincado en Córdoba observó la justicia nacionalista en acción y la “máscara de legalidad” de los consejos de guerra militares:
[i]Que quede bien claro: tuve la oportunidad de ser testigo de la represión en ambas zonas. En la nacionalista, era planificada, metódica, fría. Como no se fiaban de la gente, las autoridades imponían su voluntad por medio del terror. Para ello, cometieron atrocidades. En la zona del Frente Popular también se cometieron atrocidades. En eso ambas zonas se parecían, pero la diferencia reside en que en la zona republicana los crímenes los perpetró una gente apasionada, no las autoridades. Éstas siempre trataron de impedirlos. La ayuda que me prestaron para que escapara no es más que un caso entre muchos. No fue así en la zona nacionalista.[/i]
Los efectos del doble proceso de colapso del estado e implosión revolucionaria fueron bien apreciados por los contemporáneos, con pavor o con emoción, según fueran sus sensibilidades. El sociólogo austríaco Franz Borkenau, que visitó la España republicana apenas iniciada la guerra, dejó un retrato nítido de ese proceso en Barcelona, capital de la anarquía mundial durante el corto verano de 1936. Su descripción refleja las cuatro dimensiones revolucionarias apuntadas con precisión:
[i]La primera impresión: trabajadores armados con su fusil al hombro, vestidos con trajes de paisano. […] La cantidad de expropiaciones llevadas a cabo en los pocos días transcurridos desde el 19 de julio es casi increíble. Los mayores hoteles, con sólo una o dos excepciones, han sido todos expropiados por organizaciones obreras […]. Prácticamente todos los propietarios industriales, según se nos dijo, habían o bien huido o sido asesinados y sus fábricas habían sido tomadas por los trabajadores. […] Todas las iglesias habían sido quemadas con excepción de la catedral y sus inapreciables tesoros artísticos, salvada gracias a la intervención de la Generalitat. […] Lo que en realidad sucedió, según parece, es que hubo sacerdotes asesinados, no porque disgustasen a alguien en particular, sino por el hecho de ser sacerdotes; los propietarios industriales, principalmente en los centros textiles de los alrededores de Barcelona, fueron asesinados por sus trabajadores en caso de haber sido incapaces de escapar a tiempo. […] La única autoridad son los sindicatos y en Barcelona la CNT es, de lejos, la más fuerte de las organizaciones obreras.[/i]
Enrique Moradiellos, Historia Mínima de la Guerra Civil.
Y el testimonio de un carlista, que es muy ilustrativo:
Yo creo que con esto se zanja el tema de la represión. Historiadores conservadores e izquierdistas concuerda, no hay mucho más que decir.
¿Hubo represión por parte de los grupos de izquierda? Claro que la hubo, pero era espontánea, atávica y ajena al poder republicano puesto que no lo tenía.
Precisamente, mi estudio se ha basado en un personaje al cual mata un grupo anarquista en la Modelo de Madrid. Personaje que había sido protegido por la República en la cárcel precisamente para que no lo asesinaran, pero que ante el desbordamiento y asalto de la cárcel, es asesinado.