Un primero de agosto de 1966, Charles Whitman cogió el ascensor hacia la planta superior de la torre de la Universidad de Texas. El joven de veinticinco años subió andando hasta el mirador acarreando una maleta llena de armas y municiones. Al llegar arriba mató a un recepcionista con la culata de su rifle. A continuación disparó a dos familias de turistas que subían por la escalera antes de comenzar, de nuevo, a disparar desde el mirador a la gente que pasaba por la calle de manera indiscriminada. Disparó a peatones que se acercaban a socorrer y a los conductores de ambulancia que acudieron a rescatarlos.
La noche de antes Whitman se había sentado ante su máquina de escribir y redactado una nota de suicidio:
La verdad es que estos días no acabo de entenderme. Supuestamente soy un joven inteligente y razonable. Sin embargo, últimamente (no recuerdo cómo empezó) he sido víctima de muchos pensamientos inusuales e irracionales.
Sin embargo, antes de que pudiera llevarlo a cabo, nada más propagarse la noticia tres agentes y otro ciudadano consiguieron matar a Whitman en el mirador. Sin incluirle a él, había trece personas muertas y treinta y nueve heridas.
Cuando la policía fue a investigar a su casa en busca de pistas, se descubrió que a primeras horas de la mañana, antes del tiroteo, había asesinado a su madre y apuñalado a su mujer. Tras esos asesinatos había retomado su nota de suicidio:
Tras mucha reflexión he decidido asesinar a mi mujer, Kathy, esta noche. La quiero muchísimo, y ella ha sido para mí tan buena esposa como cualquier hombre podría desear. Realmente no se me ocurre ninguna razón específica para hacerlo.
Aparte de la conmoción por los asesinatos, Whitman había llevado una vida personal normal y corriente: había sido boy scout y marine, trabajado de cajero en un banco, había sacado 138 en el test de inteligencia Stanford Binet.
El cadáver de Whitman fue trasladado al depósito, le abrieron el cráneo y el forense extrajo el cerebro de su bóveda. Descubrió que el cerebro de Whitman mostraba un tumor de diámetro de una moneda de cinco centavos. Ese tumor, llamado glioblastoma, había surgido debajo de una estructura llamada tálamo, había empujado el hipotálamo y comprimido la tercera región llamada amígdala. La amígdala participa en la regulación emocional, sobre todo por lo que se refiere al miedo y a la agresión. En el siglo XIX se había descubierto que si la amígdala se deterioraba, provocaba alteraciones emocionales y sociales. La intuición de Whitman de que algo en su cerebro estaba cambiando resultó acertada.
Eliane Fuess, una amiga íntima de Whitman, observó que "incluso cuando parecía perfectamente normal, daba la sensación de que intentaba controlar algo en su interior". Es de suponer que ese algo era su conjunto de programas coléricos y agresivos zombis. Sus facciones más frías e irracionales se enfrentaban a las reactivas y violentas, pero la lesión a causa del tumor inclinó el voto hasta un punto en que dejó de ser una lucha justa.
El saber que Whitman padecía un tumor cerebral, ¿modifica su actitud acerca de estos asesinatos? Si Whitman hubiera sobrevivido, ¿afectaría eso a la sentencia que consideraría usted apropiada para él? ¿Cambia el rumbo el grado de culpa que hay que achacarle? ¿Acaso no podría sucederle a usted el infortunio de desarrollar un tumor y perder el control de su comportamiento? En definitiva: ¿hasta qué punto hay que atribuirle alguna responsabilidad a alguien que padece una lesión en el cerebro que no le deja ninguna otra elección? Después de todo, no somos independientes de la biología, ¿verdad?
El de Whitman no es un caso aislado. Observemos el de un hombre al que llamaré Alex, cuyas preferencias sexuales de repente comenzaron a transformarse. Pasó a interesarse por la pornografía infantil en un grado desmesurado. Afirmó que quería reprimirse, pero le dominó el principio del placer. Lo echaron de casa, lo encontraron culpable de abusos deshonestos y fue condenado a rehabilitación en lugar de ir a la cárcel, del que fue expulsado para acabar, finalmente, en prisión.
Al mismo tiempo, Alex se quejaba de dolores de cabeza. La noche antes de conocer su sentencia, se dirigió a urgencias. Allí se reveló un enorme tumor en la corteza orbitofrontal. Los neurocirujanos lo extirparon y el apetito sexual de Alex volvió a la normalidad.
El año siguiente a su operación, volvió al comportamiento pedófilo. El neurorradiólogo descubrió que se habían dejado una parte del tumor. Tras la eliminación de esta, el comportamiento de Alex volvió a la normalidad.
¿Sería correcto afirmar que Alex era fundamentalmente un pedófilo?
Ejemplos de este comportamiento aparece en pacientes con demencia frontotemporal, una trágica enfermedad en la que los lóbulos frontales y temporales degeneran. Con la pérdida del tejido cerebral, los pacientes pierden la capacidad de controlar sus impulsos ocultos: roban delante de los dependientes, se quitan la ropa en público, desobedecen las señales de STOP...
Los pacientes con demencia frontotemporal suelen acabar en los tribunales.
Muchos de nosotros creemos que todos los adultos poseen la misma capacidad para llevar a cabo elecciones sensatas. Pero la diferencia entre un cerebro y otro es enorme, y no solo influye la genética, sino el entorno en el que crece cada uno. Hay muchos factores patógenos que pueden influir en cómo acabamos siendo: abuso de sustancias por parte de la madre en el embarazo, estrés maternal, nacer con poco peso... Así que cuando pensamos en culpar a alguien de algo, lo primero que hemos de considerar es que la gente no escoge el camino que sigue su desarrollo. Como vemos, esto no priva de responsabilidad a los delincuentes, pero es importante comenzar esta discusión comprendiendo con claridad que las personas comienzan sus vidas en lugares muy distintos. Quien es usted comienza mucho antes de su infancia: comienza en su gestación. Y, por lo que se refiere a la naturaleza y la crianza, lo importante es que usted no eligió ninguna de las dos.
Parece que avanzamos en una dirección incómoda. "Los delincuentes no tienen culpa de nada". Pero el sistema legal se basa en el supuesto de que todos poseemos libre albedrío, y se nos juzga con base en esa libertad percibida.
La idea del razonador práctico es a la vez intuitiva y enormemente problemática. En esta intuición existe una tensión entre la biología y el derecho. Después de todo, existen vastas y complejas redes biológicas que nos llevan a ser quienes somos. No llegamos al mundo como una hoja en blanco. ¿Cómo exactamente deberíamos asignar la culpabilidad a la gente por su variado comportamiento cuando resulta difícil defender que realmente puedan elegir libremente? ¿O quizá existe alguna voz interior que es independiente de la biología, que dirige las decisiones, que susurra incesantemente lo que está bien y lo que está mal? ¿No es eso lo que denominamos libre albedrío?
(...)
He sido un poco asesino de ratones, como decimos por aquí, lo acepto. Fragmento sacado del libro "Incógnito. Las vidas secretas del cerebro". De David Eagleman.
La parte que copio la encontraréis en el apartado 6 del índice.
También se han aportado títulos sobre teorías de la imputación, amablemente, en #51