Ibn Hayyan dice que contenía mil seiscientas mezquitas: al-Bakrí reduce su número a cuatrocientas cincuenta y seis. (...) Según un censo elaborado en tiempos de al-Mansur - el Almanzor de los romances cristianos- había en la ciudad 213007 casas ocupadas por la plebe y la clase media, 60300 por los altos cargos y la aristocracia, 600 baños públicos, 80455 tiendas: si esos datos fueran ciertos arrojarían la cantidad imposible de un millón de habitantes. El severo arqueólogo Leopoldo Torres Balbás reduce la cifra a cien mil. Lo que sabemos seguro es que el foso que se excavó en torno a la ciudad a principios del siglo XI tenía un perímetro de veintidós kilómetros y delimitaba un espacio de cinco mil hectáreas, que sigue siendo un tamaño mayor al de la ciudad actual.
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La casa es inviolable: toda visita que no sea de amigas de la dueña o de vendedores de perfumes o de telas está prohibida. (...) Si vienen los amigos del hombre, éste no les permitirá llegar al patio: los recibe en una habitación que da al zaguán, y cuando se marchan los despide allí mismo. (...) El mobiliario es muy escaso, y muy fácil de transportar, como el de una tienda de nómadas: el las casas de los ricos, tapices de lana o de seda para cubrir las paredes de colores vivos en el suelo, y esteras de juncos o de esparto en las de los pobre; divanes a lo largo de la pared y mesas bajas y redondas para la comida. No hay armarios, sino alacenas y baúles de madera de pino donde se guarda la ropa y la vajilla. En la despenda, en tinajas de barro, se almacenan las provisiones.
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El matrimonio es un rígido contrato estipulado por los padres de los novios, y la poligamia un lujo que casi nadie puede permitirse. (...) La primera tarea de las mujeres que no tienen quien les sirva es amasar el pan, que se lleva a cocer a un horno público. Un mozo de la tahona reparte después los panes recién hechos. (...) A media mañana el hombre regresa del zoco con la compra, o se la hace traer a un esportillero a cambio de unas monedas. La comida es muy frugal, sobre todo en verano. (...) Desde abril hasta octubre se prodigan en la mesa los frutos de las huertas de al-Andalus (...) alcachofas, berenjenas, melón, ciruelas, melocotones, sandías, granadas, membrillos, manzanas, cerezas de Granada, naranjas, limones, plátanos de Almuñécar, uvas e higos de Málaga. En casa de los pobres sólo se comía carne en las grandes fiestas (...), el resto del año, como en la Europa cristiana, la alimentación común era el pan y las sopas de harina, la harisa, una papilla de trigo cocido con grasa a la que a veces se le añadía un poco de carne picada; purés de lentejas, habas y garbanzos, sopas de levadura y hierbas, hinojo ajo y alcarabea. El vino, prohibido por el Corán, no faltaba en las mesas de Córdoba.
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La casa era el reino secreto de las mujeres (...) Sólo en ella se hacía visible la palidez de los rostros sin velo.
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Pero ser cristiano en Córdoba, como ser judío, era un hábito inocuo que en el peor de los casos algunos inconvenientes fiscales. La ley prohibía el ejercicio público de todo culto ajeno al Islam: pero los cristianos celebraban con libertad sus procesiones y entierros y hacían sonar las campanas de sus iglesias, que eran seis (...), podían los fieles ser convocados a los divinos oficios a toque de campana y conducir a los muertos a la sepultura con cirios encendido, piadosos cantos y cruz levantada.
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El Islam incluía a Cristo - Isa, Jesús - en el número de profetas que precedieron a Mahoma, junto a Moisés y Abraham, y como tal le reservaba un estricto respeto. Pero, según los cristianos fanáticos, Mahoma era la bestia número seiscientos sesenta y seis del Apocalipsis, anunciadora del fin del mundo, y cuando murió, su cadáver no fue levantado por los ángeles, como decían los musulmanes, sino que se pudrió y fue lamido y devorado por los perros. El abad Speraindeo lo llamó dogmatizador impuro, seductor de naciones, asesino de almas, cabeza vacía, órgano de los demonios, cloaca de inmundicias, lazo de perdición, golfo de iniquidades y sentina de todos los vicios. En privado tales opiniones era legítimas: afirmarlas en público traía consigo automáticamente la pena capital, fuese cristiano o musulmán quien las propagara. (...) Hombres de razonable apariencia empezaron a blasfemar del Dios único y de su profeta en los zocos de Córdoba, incluso en la mezquita mayor. Eulogio y Álvaro los alentaban. Desesperadamente, entendían que el sacrificio voluntario era la única confirmación posible de su fe desdeñada. Había escrito Álvaro: Mis correligionarios gustan de leer poemas de los árabes, y estudian los escritos de sus teólogos, no para refutarlos, sino para adquirir una dicción árabe correcta y elegante. Todos los jóvenes cristianos que se distinguen por su talento no conocen y estudian más que la lengua y literatura árabes. (...) Los cristianos han olvidado hablar su lengua religiosa, y entre mil de nosotros difícilmente encontraréis uno solo que sepa escribir medianamente una epístola en latín a un amigo.
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Excepcionalmente, ser judío en Córdoba no era una amenaza ni una desgracia. El erudito sionista Eliyahu Ashtor dice que nunca en la historia de la diáspora, salvo de los tiempos de los Omeyas andaluces, hubo ocho generaciones seguidas de judíos que no conocieran el chantaje de la dudosa tolerancia o el terror indudable de la persecución.
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Sesenta mil libros se publicaban anualmente en Córdoba. En un sólo arrabal había a finales del siglo X ciento setenta mujeres consagradas a copiar manuscritos. (...) El Corán y las obras de los griegos, los tratados de astrología y medicina, los libros de Aristóteles, a quien llaman en árabe Aristú, los manuales de gramática, teología, adivinación, enciclopedias que tratan extenuadoramente de catalogar todas las materias posibles, como el Iqd al-Farid (o Collar Único) del cordobés Ibn Abd Rabbihi: constaba de veinticinco volúmenes, tenía más de diez mil páginas. Escribió sobre el gobierno bueno y justo, la guerra, caballos y diversas clases de armas, sobre la generosidad y lo regalos, sobre la religión y el ascetismo, sobre la propia escritura y su origen, sobre la longitud de la tierra, sobre los alimentos y bebidas (distinguiendo aquellas prohibidas por los musulmanes). (...) Un musulmán piadoso copiará por sí mismo el Corán y llevará siempre consigo ese ejemplar escrito con su mano.
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Cerca de la puerta de los Perfumistas, en Córdoba, había un barrio entero ocupado por los artesanos que elaboraban pergaminos.
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Al-Hakam, hijo de Abd al-Rahman III, y segundo califa de al-Andalus, fue el más culto de los omeyas andaluces, y seguramente el menos cruel. (...) Desde su infancia se había educado con los mejores sabios de Córdoba. (...) Durante su reinado, que sólo duró quince años, defendió enérgicamente con las armas la primacía de al-Andalus sobre los reinos del norte, pero, a diferencia de al-Nasir, desconoció el placer de las expediciones militares. (...) Desde el 970 había estado en paz con los reinos cristianos, así que pudo dedicarse a administrar su país y su biblioteca. En una carta testamentaria a su hijo Hisam escribió: No hagas la guerra sin necesidad. Mantén la paz, por tu bienestar y el de tu pueblo. Nunca saques la espada salvo contra los que cometen injusticias. ¿Qué placer hay en invadir y destruir naciones? A costa de su propio tesoro mandó reparar mezquitas y hospederías públicas, construir fuentes y caminos, y levantar acueductos y puentes por todo al-Andalus. Fundó escuelas públicas en Córdoba. Dispuso que a los pobres se les suministrara gratuitamente las medicinas en la farmacia del alcázar. (...) Su devoción sin fanatismo le acentuaba el deseo de saber: una tradición profética dice que nadie es más importante para Dios que un hombre que aprendió una ciencia y la enseñó a las gentes. (...) Sin embargo, el destino de la biblioteca de al-Hakam, y el de casi todas las de Córdoba, fue cruel. El primer ministro al-Mansur, para congraciarse con el peligroso fanatismo de los alfaquíes, ordenó que la biblioteca fuera expurgada de tomos sospechosos de herejía. Miles de volúmenes fueron arrojados a los patios del alcázar y ardieron en hogueras. Durante la guerra civil en la que se hundió el califato el alcázar fue saqueado, y los libros que no ardieron acabaron malvendidos por los zocos a precio de papel viejo. (...) Cinco siglos después, recién concluida la conquista de Granada, el cardenal Cisneros ordenó quemar públicamente en la plaza de Bib Rambla millares de libros musulmanes.