Hace al menos un par de décadas desde que gran parte de la izquierda se subió al barco de las políticas identitarias y las líneas rojas que nuestras constituciones aprendieron a marcar como límites infranqueables se han ido desdibujando paulatinamente.
Los derechos fundamentales son cada vez un poco menos fundamentales. Donde antes teníamos claro que todo ciudadano debía ser tratado por igual, sin importar características inherentes como su sexo o el color de su piel, y que hacer lo contrario sería sexista o racista, ahora disponemos de un abanico cada vez más amplio de autojustificaciones para saltar esas líneas rojas a conveniencia de la corriente de moda.
Estos discursos, que poco a poco han ido minando pilares básicos de las democracias liberales como la igualdad ante la ley, la libertad de expresión o la presunción de inocencia, no han encontrado una respuesta política racional que los confronte. Más al contrario, salvando las distancias culturales e históricas entre países, parece existir un denominador común: la polarización que está llevando al auge de partidos populistas de derechas que lejos de combatir esta tendencia se aúpan en ella, utilizando más apelaciones emocionales para construir sus discursos y contribuyendo a una mayor desligitimación de las instituciones, que cada vez se perciben más como instituciones de los unos o los otros.
Sería estúpido esperar que Trump o Abascal o Salvini vayan a cambiar nada en esa dirección. No tienen el andamiaje necesario ni la voluntad de hacerlo, y si bien su ascenso pudo entenderse como un toque de atención de muchos descontentos para volver a la senda del consenso, no ha existido tal reacción. Peor aún, cualquier exceso de estos ha sido y será a su vez utilizado como combustible para acelerar la radicalización del otro bando. Tampoco se divisa en el horizonte ninguna alternativa de izquierdas o derechas ilustrada asentada sobre los principios de la razón, la ciencia y el libre intercambio de ideas con posibilidades de prosperar.
Ante este panorama, parece que nos dirigimos irremediablemente a una configuración más totalitaria de los estados, y una limitación arbitraria de los derechos de los ciudadanos. Incluso la posibilidad de enfrentamientos violentos parece cada día algo menos inconcebible.
¿Creéis que las cartas están echadas y sólo nos queda esperar lo inevitable hasta que todo reviente? ¿Surgirán nuevos partidos o tomarán nuevas corrientes los partidos existentes, capaces de enderezar el rumbo antes de que nos estrellemos? ¿Puede generarse ese cambio desde la sociedad civil?