Antes de nada vergüenza de titular de un diario como El Mundo.
¿Se puede seguir admirando el trabajo de un artista después de conocer que fue, por encima de cualquier otra definición más o menos apresurada, solamente un monstruo? Eso o simplemente un hombre enfermo. Pero en cualquier caso, vuelta a la pregunta: ¿Sigue siendo respetable el legado de uno de los mayores iconos de la cultura popular después de saber, ya con toda certeza, que fue culpable de haber destrozado la vida de al menos dos menores?'Leaving Neverland' obliga a responder a esas preguntas. Lo hace quizá a su pesar. Ni es una buena película ni siquiera lo pretende. Simplemente, recoge, ordena, explota y amplifica el testimonio de las dos víctimas de un depredador.Hablamos de Michael Jackson. Hablamos del documental de cuatro horas de duración, firmado por Dan Reed y producido por la HBO, que el viernes detuvo el festival de Sundance.
Unas impresionantes (o sólo aparatosas) medidas de seguridad daban cobertura a una presentación que se esperaba escandalosa y quedó en sólo ruidosa. Apenas un grupo de manifestantes entregados hacían lo posible para que, a menos siete grados, la fiesta no decayera. Pero decayó. Y de qué manera. Deprimente, sin duda.'Leaving Neverland' se limita recoger el testimonio de Wade Ronson y Jimmy Safechuk. Y lo hace con una precisión quirúrgica que, por momentos, más parece un informe médico. O forense. En la proyección se avisó de que si alguien necesitaba ser atendido, había personal especializado y listo para atender a quien no pudiera soportar tanta revelación poco piadosa. En efecto, hay imágenes que cuesta borrar de la cabeza. Es más, ahí se quedan. Ante la cámara los hoy ya adultos cuentan cómo fueron literalmente seducidos por la estrella de niños. Y desciende hasta el mismo infierno (el diablo, dicen, está en los detalles) para borrar cualquier elemento de duda. Nada se deja a la imaginación.Jackson les desnudaba, se masturbaba delante de ellos, les sometía a ridículos juegos en el que fingían una boda y lo hacía con la suficiente premeditación y alevosía para que todo quedara oculto.
Un sistema de alarmas ocupaba la casa de nunca jamás con la idea de no ser descubierto cuando el niño de ocho años era obligado a practicar sexo oral con el Rey del Pop. La relectura de la frase daña la vista. Y así.Durante la primera mitad de la cinta, el espectador es conminado a asistir a lo que a todas luces más parece una sesión de terapia. Se narra desde cómo se conocieron el músico y el niño que le imitaba en un concurso infantil, el ídolo y el niño que anunciaba Pepsi Cola; se cuentan las maniobras entre la complicidad y el deslumbramiento de las familias, y se desciende, ya se ha dicho, a la descripción milimétrica de cada ocurrencia, de cada encuentro, de cada sesión de tortura. Más tarde, la cinta se enreda en los detalles del juicio para, ya al final, dedicar la última media hora a la reconciliación de las víctimas consigo mismo y con su familia. Pero lo relevante es el ejercicio no queda claro si de confesión sincera o de, por momentos, sólo pornografía. O las dos cosas. Lo que importa es la completa aniquilación de cualquier duda razonable o sólo irracional. Y a eso se dedica una cinta que no consigue exorcizar su carácter de sólo documento. El espectador es forzado a palparse las creencias y hasta el alma misma.
Por muy claro que estuviera ya todo, siempre quedaba la incredulidad del que se niega a admitir que el genio al que tanto admiró, y quizá hasta aún idolatra, era también (o quizá solamente) un ser sencillamente abominable. Pues hasta aquí. Ya todo está claro. Demasiado incluso.Se trata, decíamos, de una película que acaba en autoflagelación. Y como tal funciona principalmente para los protagonistas. Pero también para cada uno de los que miran desde el patio de butacas. ¿Tiene sentido el ritual de endiosamiento y banalidad en el que estamos metidos hasta las cejas? Cuesta responder porque sencillamente la repugnancia es mucha.LaBeouf por LaBeoufNo deja de ser curioso que poco después del circo (eso fue) de Jackson llegara el circo (también él) de Shia LaBeouf. 'Honey boy' también tiene mucho de confesión en el diván. O lo tiene todo. Sobre un guión del actor, la directora Alma Har'el se esfuerza en que nos importe algo por qué ha sufrido tanto este hombre. Y, la verdad, lo consigue. Nunca queda claro si los méritos son del planteamiento descarnado de la película o de, simplemente, el poder de atracción de un actor delante del cual, y desde que se paseó por la Berlinale con una bolsa de papel en la cabeza, es imposible mantenerse indiferente.
La película hace presa sobre todo en la infancia de un niño maltratado por un padre alcohólico, payaso (en el sentido literal) y fundamentalmente errático. Cuando no sólo maltratador. Y es ahí, cuando LaBeouf interpreta a su padre cuando la cinta es, como la anterior, sólo terapia; una estridente, trágica y desesperanzada autopsia a sí mismo del actor. De nuevo, no queda en ningún momento claro cuánto hay de madurez en todo esto y cuánto de simple exhibicionismo. Pero lo que hay, aunque sea a ratos fulgurantes, desarma. No es tanta sinceridad como simple y hasta bello suicidio. No es 'biopic', es sacrificio.Y así se fue una jornada en la que pasaron más cosas, pero ni se oyeron entre tanto ruido. En cada de las salas de cine de Sundance aparece un letrero que deja claro que no se pueden llevar armas. Pues en la jornada las hubo. Los disparos, al menos, no dejaron de oírse.
Fuente: https://www.elmundo.es/cultura/cine/2019/01/27/5c4d643b21efa07c558b45ca.html
Recomendación de #7