Paraguas corp, Diario de la infección

Por fin en casa. Hoy ha sido un día de locos, más de lo normal, a pesar de ser Viernes. Estoy muy nervioso, y creo que una buena idea de matar el tiempo e intentar tranquilizarme es escribir mis inquietudes. Sé que nadie las leerá, que no debería sentirme aliviado por anotar en un papel lo que ahora pasa por mi cabeza, pero me sirve de desahogo.
Como cada mañana, me he levantado con el tiempo justo para ducharme, vestirme y salir corriendo hacia la parada del autobús. Desde primera hora se podía notar que el ambiente era distinto, en lo que solía ser una cola de personas que giraba la esquina y llegaba hasta el quiosco, ahora hay apenas cinco o seis personas que no hacen más que mirar sus relojes y echar un vistazo hacia la carretera esperando ver la silueta del autobús que nos lleva al centro de Madrid.
Las noticias que han llegado hasta nosotros a día de hoy son algo confusas, invitan a la calma, pero a la vez nos recomiendan permanecer en nuestros hogares, y salir solo si es estrictamente necesario. Yo consideré que el examen de hoy era lo suficientemente importante como para tentar a la suerte. En ese momento no era consciente del riesgo que corría, y la verdad es que todavía no estoy muy seguro de lo que pasa ahí fuera.

Finalmente llegó el autobús, diez minutos más tarde de lo habitual. Subí, y como de costumbre, le di los buenos días al autobusero mientras introducía el abono en el lector. El conductor no apartó su mirada de la carretera, y obviamente tampoco me dirigió palabra. “Normal”, pensé, apenas eran las 8 de la mañana y a esas horas nadie está muy por la labor,
El viaje ha sido extrañamente rápido, había pocos coches en la carretera y el autobús recogía menos viajeros de lo habitual en cada parada. Tras salir del autobús, bajé las escaleras del metro y me dirigí hacia el andén de la línea que lleva hasta el campus. Al igual que el autobús, los vagones del metro no estaban tan llenos como de costumbre, aunque para mí fue un alivio, ya que odio que el metro vaya lleno y tener que soportar los bostezos y malas caras del resto de la gente. A pesar de que habías sitios libres, yo fui de pie, como casi siempre.

Por fin llegué a mi facultad, tras la caminata de 10 minutos que va desde el metro hasta la puerta de la Universidad. Siempre entro por la puerta trasera, pero hoy estaba cerrada, así que tuve que dirigirme a la puerta principal. Allí había un segurata, y para poder entrar le tuve que enseñar mi carnet universitario. Pensé que quizás habría allí alguna celebridad, ya que cuando algún ministro o arquitecto famoso se digna a visitarnos, suelen poner ciertas medidas de seguridad.

Una vez dentro me dirigí hacia la cafetería. Por 1'10€ tienes café (en mi caso colacao) y bollería, así que los viernes me doy un capricho y desayuno allí. Pero esta vez la cafetería estaba cerrada. Resignado me dirigí hacia la máquina de cafés y me compré una palmera industrial de la máquina de alimentos que hay al lado.
Cuando acabé de degustar el suculento desayuno, me dirigí a la clase donde iba a tener lugar el examen. Apenas había tres personas. Bien es cierto que los viernes el nivel de asistencia roza el 20%, pero era raro que la gente no apareciese por clase cuando había examen.

La profesora, a pesar de que éramos cuatro o cinco alumnos, repartió el examen a las diez y media, sin mediar palabra. Una vez repartido dijo: “tenéis 3 horas”, y tras esto se sentó en su silla y se puso frente a su portátil.
A las dos horas sólo quedábamos yo y otro chico haciendo el examen. Yo no tenía mucho más que decir, y me dedicaba a mirar a todos lados, mientras trataba de recordar algún detalle que pudiese añadir a mis respuestas. En uno de esos devaneos mentales, fijé mi mirada en la profesora. Ella estaba mirando su portátil, con la cabeza apoyada sobre su mano derecha, pero conservando un aspecto serio y formal. De repente, su cara hizo un gesto de lo más extraño. Se levanto súbitamente y puso sus manos sobre la mesa, fijando de nuevo la mirada en la pantalla de su ordenador, releyendo eso que le había hecho estremecerse hace apenas cinco segundos.
Acto y seguido, los teléfonos móviles de la profesora y del alumno que aún estaba haciendo el examen comenzaron a sonar. La profesora salió de clase para contestar la llamada, y el chico consiguió silenciar su móvil con un movimiento brusco, aunque la profesora pareció no haberse percatado de que a él también le habían llamado. Yo, para no perder la costumbre, había olvidado mi móvil en casa. Seguramente estaría escondido entre la maraña de sábanas de mi cama, puesto que lo uso como despertador y tras apagarlo suelo dejarlo en mis manos hasta que al rato finalmente me levanto, sin ser aún del todo consciente de lo que hago.
Al cabo de un rato, la profesora entró y nos dijo que por favor entregásemos el examen y nos fuésemos a casa. No habían pasado las 3 horas que teníamos para completar el ejercicio, pero dado que yo no tenía mucho más que añadir, y el otro chico parecía ahora estar más pendiente de su móvil que de otra cosa, le entregamos el examen sin refunfuñar.

Eran ya casi las 2 de la tarde y no tenía ninguna otra clase a la que asistir, así que decidí subir al segundo piso de mi universidad, donde se encuentra la biblioteca. Quería coger algún libro que otro para el fin de semana, y de paso mirar un par de autores de los que uno de los profesores de urbanismo nos habló en la clase del Jueves.

Entré en la biblioteca. En el mostrador de la derecha, allí donde solía haber dos bibliotecarias, no había nadie. Todas las luces estaban encendidas, así que no encontré inconveniente en entrar para coger un par de libros. Fui al pasillo donde están ordenados los autores por orden alfabético, y de memoria cogí un par de libros de cada uno de ellos, sin saber muy bien lo que iba a encontrar dentro. Era raro recorrer los pasillos y comprobar que no había nadie entorpeciéndote el paso como de costumbre. Creo que no había nadie en toda la biblioteca, aunque es lo suficientemente grande como para que pueda dudar de ello.
Me senté en la primera mesa que vi, aparté el montón de libros hacia un lado y me dispuse a hojear el primero de los libros. “Cojonudo, el libro está en alemán” pensé. De todas formas lo hojeé entero, los libros de arquitectura suelen estar llenos de planos, fotos y dibujos, así que no hace falta leer casi nada para saber si algo te puede servir o no.
Encontré un par de posibles referencias para utilizar en futuros planos, que marqué con unos post-its para fotocopiar más tarde. El siguiente libro que cogí no resultó ser lo que yo esperaba. Se trataba de un comentario de las obras más significativas de uno de los autores, comentados por un profesor de la escuela.
Resulta que ese profesor me había dado clase el año pasado, y sentí curiosidad por saber lo que pensaba acerca de la obra de su colega. La forma de escribir de aquel hombre era soporífera, frases interminables, amplios párrafos, y un modo de expresarse demasiado petulante para mi gusto.
Al final, acabé quedándome dormido encima de la mesa de estudio de la biblioteca. Las sillas no son del todo incómodas, la calefacción estaba encendida y la luz tenue de la zona en la que estaba invitaba al reposo.
La verdad es que anoche no pegué ojo, me había quedado estudiando hasta tarde y cuando ya estaba acostado no hacía más que darle vueltas al examen. En total no habré dormido más de tres horas, así que es lógico que me quedase dormido encima de la montaña de libros.

Cuando desperté ya eran algo más de las 5 de la tarde. Tenía el cuello algo dolorido y estaba bastante desorientado en ese momento. Habían apagado la luz de la biblioteca. Lo más seguro es que nadie supiera que yo estaba allí, culpa mía, supuse, ya que las bibliotecarias no me vieron entrar, puesto que no estaban en su mostrador, como de costumbre.
Aún era de día, pero ya había empezado a oscurecer. Me dirigí a la puerta de salida, que para mi sorpresa, estaba cerrada. Tiré de ella con fuerza, pero la habían cerrado con llave. Sin saber muy bien qué hacer, comencé a gritar y a pedir ayuda, pero nadie parecía escucharme.
Salté el mostrador y rebusqué por los cajones que allí había. Carnets perdidos, material de oficina, y algunas tarjetas de las que se usan para apuntar las fechas del alquiler de los libros. Busqué con un poco más de detenimiento, y al fondo del cajón vi un pequeño manojo de llaves. De él colgaba un llavero con el escudo de la escuela. Salí corriendo hacia la puerta y me puse a probar una por una las llaves. La tercera de ellas resultó ser la llave de la puerta, y por fin pude salir al vestíbulo del segundo piso. Me sentí aliviado, pero el panorama del vestíbulo no era mucho más esperanzador: todas las puertas estaban cerradas, las luces apagadas y no parecía que hubiese nadie rondando por los pasillos.
Bajé al vestíbulo de la planta baja, que da a la puerta principal. Estaba cerrada, y ya no había rastro del segurata que me pidió el carnet para poder entrar a la escuela. Me senté en suelo, algo desanimado, y me puse a mirar a mi alrededor. No sabía bien que hacer, sin móvil, sin nadie a mi alrededor y con un manojo de llaves que aparentemente sólo servía para moverse por la biblioteca.
Al cabo de un rato recordé que la sala de maquetas da al patio trasero de la escuela a través de un patio inglés.
Fui corriendo hacia la sala de maquetas, y resultó estar abierta, como de costumbre. Allí no hay nada de valor, y la gente necesita entrar y salir con asiduidad, así que no es raro encontrarse las puertas abiertas de par en par.
Abrí una de las ventanas y salí al patio trasero de la escuela. Recorrí el ala norte, pasé por el parking y finalmente pude llegar a la puerta de acceso trasera, la cual atravieso cada día para volver a casa. Por la mañana estaba cerrada, y ahora más de lo mismo, pero una valla de no más de metro y medio de altura no es un obstáculo para alguien deseoso de llegar a casa para enterarse de qué diablos estaba ocurriendo.

De camino hacia el metro apenas me he cruzado con un par de coches. El campus parecía estar desierto. He bajado las escaleras que me llevan al andén 2, y allí tampoco había nadie. Las taquillas del metro estaban cerradas, y no había el habitual trasiego de universitarios. De hecho no había nadie. En los luminosos que hay en el andén se podía leer: SERVICIOS MÍNIMOS, una y otra vez.
A los quince minutos pasó un coche, pero iba en el sentido contrario. Iba repleto de gente, pero no se bajó nadie. A penas estuvo parado durante 3 segundos, y tras un breve sonido de silbato ha retomado su marcha.
Diez minutos más tarde por fin llegó el que me llevaría hasta casa. Iba también repleto de gente, la mayoría de ellas cargadas con maletas. Estuve arrinconado durante casi todo el trayecto en la esquina del vagón. A pesar de que estaba lleno, existía un silencio desconcertante.
Miré a mi alrededor esperando encontrar una cara amable a la que preguntar, alguien que me diese alguna explicación, pero durante el viaje en metro no vi a nadie que pareciese estar dispuesto a prestarme su atención.

Por fin llegué a la parada estación de autobuses. A medida que me acercaba a la dársena de la que sale el autocar que va hasta mi calle, me iba dando cuenta de que apenas había dos o tres autobuses recogiendo pasajeros.
Cuando estaba a unos 20 metros, vi como mi autobús iba a salir de la estación, así que los metros restantes los hice corriendo y levantando los brazos esperando que el conductor se apiadase y me dejase subir, algo que no suele suceder. Tuve suerte, me abrió la puerta, pasé mi abono por el lector y me senté en el primer asiento, tras el autobusero. “Has tenido suerte”, me dijo.”Es el último autobús que hará hoy este recorrido”. Una vez recuperado el aliento, le pregunté al conductor que por qué iba a ser ese el último, si lo normal es que hubiese autobuses cubriendo la línea hasta bien entrada la madrugada.
-Órdenes de arriba -respondió. Normal... con la que se ha liado.

• ¿Pero qué ha pasado? He estado algo desconectado durante las últimas horas.
• Aún no se sabe nada de forma oficial. Algunos hablan de que nos vamos a enfrentar a una epidemia mortal, que ya han empezado a evacuar a los presidentes y los altos cargos. La televisión recomienda permanecer en casa y estar atentos a las órdenes que transmitan las autoridades locales. Esta tarde ha sido un caos, la carretera sigue algo colapsada, pero no es nada comparado con lo ocurrido a mediodía.
• ¿Pero dónde se dirige la gente? ¿Van a algún lugar en concreto?
• La verdad es que no lo sé. Zapatero ha dicho que nadie debe permanecer en la calle a partir de las 10 de la noche por nuestra seguridad, así que cuando acabe este viaje iré a casa con mi mujer y mi hija.

El resto del viaje permanecí en silencio, como la mayoría de los viajeros con los que compartía autobús. Detrás de mí había un matrimonio de ancianos, y ella estaba rezando, y aunque susurrando, en un tono lo suficientemente alto como para que pudiese oírlo. Hablaba de piedad, perdón, y ayuda para ella y sus hijos.
Tras un viaje algo movido, con frenazos, pitadas y giros anormalmente bruscos, he llegado a mi casa. No hay nadie, y no sé dónde están. Para atravesar mi portal he tenido que sortear una cinta policial. No sé lo que eso significa y estoy algo asustado. Voy a buscar mi móvil, a ver si puedo localizar a alguien.