Soñé que llovía a mares, que el cielo era gris oscuro, que el viento se llevaba las hojas. Soñé que caminaba solo y las calles eran de asfalto gris y ladrillo rojo, estrechas, largas, acogedoras.
Llevaba las manos en los bolsillos, frotando el interior de lana, tan cálido; y después de mover los hombros hacia delante en un escalofrío lento, me sentí agusto, bajo la lluvia.
Para entonces, las gotas de lluvia ya se habían detenido en el vacío. Eran todas largas como lapiceros de cristal. Podía ver através de ellas el mundo deformado. Podía sentir el frío del agua sólida que no es hielo, de la estaticidad del instante. Y comencé a golpearlas, con los brazos estirados, con las manos abiertas, girando en círculos.
Y se desintegraban en gotitas chiquititas que iban de aquí para allá. Pero que no caían. Orbitaban.
Y, lentamente, comenzaron a ascender.
Y llovió para arriba.
Las nubes pasaron de ser de un gris luminoso a negro y los charcos me mojaron la ropa.
El pelo se me erizó. La ropa dejó de pesar. Incluso yo mismo me sentí ligero.
Y la humedad de la tierra poco a poco se fue convirtiendo en millones de estalagmitas líquidas y ascendentes. Cada lago remontó sus rios. Los mares se separaron del terreno.
Y el suelo comenzó a desertizarse.
Al agua lo que es del agua.