Excusatio non petita, accusatio manifesta, dice una locución medieval muy querida por cotillas, insidiosos y mala gente en general. Su espíritu atenta contra los principios del Estado de derecho, donde todos somos inocentes mientras un juez no concluya lo contrario, tras considerarlo probado más allá de toda duda razonable. Hay que cuidarse de los jueces que se toman en serio la frase, pero la vida nos enseña que hay algo de verdad en ella, como lo hay en todo dicho, y reconocer eso es terrible, porque esa mal llamada sabiduría popular no es más que un repertorio de prejuicios antihumanistas que presentan al otro como un miserable por defecto.
La verdad que contiene la excusatio non petita es retórica, no moral. No tiene tanto que ver con la proclama de inocencia como con su énfasis. No es lo mismo decir «soy inocente» con sobriedad y hieratismo que darse golpes en el pecho, cantando saetas y jurando por lo más sagrado y que me quede muerto aquí mismo si miento. Lo sospechoso, por increíble, es la sobreactuación. Para sonar creíble en estos casos, lo mejor es decir las cosas una vez, con los verbos en indicativo, con el menor número de palabras posible y sin figuras ni filigranas sintácticas. Lo ideal, de hecho, es no decir nada, dado que la inocencia se presupone, pero si alguien siente la necesidad de afirmarla, lo elegante es hacerlo de una vez y sin darse importancia, incluso con un punto de condescendencia. Por ejemplo: si voy a escribir un texto humorístico sobre la tortura y me quiero curar en salud, puedo aclarar que, lógicamente, estoy en contra de la tortura, y subrayo el «lógicamente» para disculparme ante el lector que lo da por supuesto. Con el adverbio, le excluyo de los posibles idiotas que no pillan un chiste.
Cuando el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, presentó la dimisión de la directora de la Guardia Civil como un ejemplo de «profilaxis democrática», puso en alerta a todos. Es culpa del énfasis. Los actores y los escritores sabemos bien que los subrayados echan por tierra toda credibilidad, porque el instinto lingüístico nos dice que las verdades se expresan con voz neutra y solo las mentiras requieren modulaciones y escenografía.
Lo novedoso e interesante de los tiempos que vivimos es que ahora se adopta el melodrama para expresar la culpabilidad. Uno no toma la palabra para declarar su inocencia, sino para asumir pecados y fustigarse por ellos. Hay, por ejemplo, una corriente de hombres autoproclamados aliados que se declaran reos de machismo y declaran su deseo de deconstrucción. No piden perdón por nada en concreto, sino por todo en general. Se disculpan en nombre de conceptos antropológicos, como el patriarcado, y se proponen humildemente aprender de las mujeres, en un proceso de escucha muy parecido al de Yolanda Díaz, donde vemos hablar mucho rato al que supuestamente escucha, pero nunca le vemos escuchar a nadie. Hay quien se disculpa por Cristóbal Colón, por los poemas de Kipling, por el esclavismo y por las tetas de los cuadros del Museo del Prado. Su culpabilidad proclamada tiene el mismo efecto que la inocencia, incitando la sospecha de la excusatio non petita: tanta confesión de crímenes generales, ¿no será una forma de encubrir crímenes concretos?
Hannah Arendt ya identificó este fenómeno en los años sesenta del siglo XX, cuando la generación de jóvenes alemanes que no habían vivido el nazismo se declaraba culpable de él: «Es muy agradable sentirse culpable cuando uno sabe que no ha hecho nada malo», escribió al final de Eichmann en Jerusalén. Y seguía: «Esos jóvenes alemanes, hombres y mujeres, que de vez en cuando –en ocasiones tales como la publicación del Diario de Ana Frank o el proceso de Eichmann– nos dan el espectáculo de histéricos ataques de sentimientos de culpabilidad, llevan sin inmutarse la carga del pasado, la carga de la culpa de sus padres. En realidad, parece que no pretenden más que huir de las presiones de los problemas absolutamente presentes y actuales, y refugiarse en el sentimentalismo barato».
Parece que Arendt habla de hoy, de quienes se refugian en el sentimentalismo barato, en un gesto de dolor por el mundo que recibe aplausos emocionados. Mientras uno se acusa por las violaciones que no ha cometido o se autoinculpa por los genocidios de sus tatarabuelos, elude con comodidad los conflictos del aquí y el ahora y rehúye el enfrentamiento con el poder. Así tenemos en España a valientes antifranquistas que nacieron diez años después de 1975. Al combatir con bravura a un dictador de otra época, adquieren el certificado de nobleza rebelde sin la incomodidad y el riesgo que comporta rebelarse contra un poder vivo y con capacidad de hacer daño. Qué decir de los presidentes mexicanos que alzan la voz contra los Reyes Católicos, o de todos esos jacobinos de la igualdad que entablan combate contra óleos sobre lienzo del siglo XVII. La sabiduría popular llamaba a eso dar lanzadas a moro muerto. Era una sabiduría fea y racista, qué se le va a hacer, pero no menos sabia que la políticamente presentable.
La historia se reescribe y se cuestiona constantemente, eso es innegable y está en la naturaleza de la discusión intelectual, pero cuando la historia y los conceptos abstractos antropológicos son tu único campo de batalla, cabe deducir que, en realidad, no quieres plantear batalla alguna, que tu pretensión es ocupar el escenario para llenarlo de melodrama, en lo que Edu Galán llama «la máscara moral». La sospecha que induce esta versión de la excusatio non petita es que no te importan ninguno de los males contra los que te golpeas el pecho. Solo quieres que admiremos la forma en que te fustigas, como los cofrades que salen descalzos en procesión, tu acto mortificante, tu bondad, tu sacrificio en la cruz. Te declaras culpable para demostrar tu inocencia.