“Cuando la gente se entera de que no tengo coche, me mira como a un bicho raro; cuando me preguntan si tengo hijos y contesto que no, ¡me miran como a un marciano!” Quien así habla es Eduardo, un abogado madrileño de 39 años. Desde hace 11, mantiene una relación de pareja con Carla, y hace ya ocho que contrajeron matrimonio. Ambos tienen claro que los hijos no entran en su proyecto de vida. Como ellos, son cada vez más los españoles que rechazan la idea de ser padres.
Nos encontramos ante las primeras generaciones que se atreven a poner en la balanza los pros y los contras de la paternidad. Sus bisabuelos y sus abuelos crecían teniendo muy claro que de ellos se esperaba que tuvieran una vida similar a la de sus padres, en la que tener y sacar adelante a los hijos sería una faceta fundamental. El primer hijo se tenía poco después de alcanzar la madurez y contraer matrimonio, y después venía otro, y otro… Hoy, los hombres y las mujeres que eligen vivir sin descendencia son una tendencia al alza en los países industrializados. En el mundo anglosajón, hace ya años que se vienen organizando para compartir vivencias y reivindicar espacios sólo para adultos: restaurantes, paquetes turísticos ¡y hasta urbanizaciones donde los pequeños tienen vetada su entrada! Se denominan childfree (libres de hijos) por oposición a childless (sin hijos), término con el que según ellos debería identificarse sólo a aquellas personas que, aun deseándolos, no los tienen. Sólo en Estados Unidos, se estima que en el 2010 habrá 31 millones de parejas sin niños.
En España, el porcentaje de personas de 29 años solteras ha pasado en sólo dos décadas de un 20 a un 56%. Hace treinta años, el 80% de las mujeres entre los 25 y los 29 años tenía al menos un hijo a su cargo; hoy son minoría las que en esta franja de edad ya han iniciado el camino de la maternidad. De media, la mujer española da a luz a su primer hijo rozando la treintena, a una edad en que sus abuelas ya vivían rodeadas de una prole más o menos numerosa.
Del materialismo imperante en los ochenta y los noventa hemos pasado a una sociedad que los estudiosos llaman posmaterialista, en la que la participación y la libertad de poder elegir son valores al alza. Las nuevas generaciones exigen (y ejercen) un mayor control sobre su destino. Eligen su pareja o su orientación profesional con mayor libertad; también el número de hijos y el momento de tenerlos. Retrasan la edad de contraer matrimonio, y, tras él, son muchas las parejas que posponen el momento hasta haber alcanzado cierta estabilidad económica o, simplemente, se dan unos años para disfrutar de actividades y experiencias que los hijos harán inviables en el futuro. Y algunos deciden simplemente que invertir un número importante de años en la educación de sus retoños es algo que no va con ellos.
A contracorriente
“No es que no me gusten los niños. Adoro a mis sobrinos, y me encanta llevármelos de fin de semana o pasar una tarde con ellos. Pero también me gusta devolvérselos a sus padres y saber que puedo seguir con mi vida”, explica Asunción, que trabaja en las urgencias de un gran centro hospitalario. “Me gusta mi vida, tengo un trabajo que me apasiona y que me absorbe jornadas larguísimas. En mi tiempo libre, me gusta viajar, leer y practicar el alpinismo. Me parece bien que haya quien piense que una vida con pañales, colacaos y tareas escolares es más interesante. Cada cual debe elegir vivir la suya como mejor le parezca.”
En su forma de hablar asoma algo muy parecido a la provocación que ella aclara que es en realidad hastío. Un hastío compartido por muchos hombres y mujeres que no están dispuestos a asumir la procreación como una necesidad ni como una obligación, sino como una opción que debería ser, al menos, tan respetada como la de tener hijos. Se sienten a contracorriente en una sociedad que, a su juicio, idealiza la maternidad y mira con suspicacia a quienes la ponen en cuestión.
Acostumbrados a tener que explicarse una y otra vez ante un entorno que considera que se equivocan, sus argumentos están concienzudamente hilvanados. Esgrimen en primer lugar la libertad personal de emplear el tiempo y las capacidades propios como cada cual lo estime conveniente, siempre y cuando no perjudique a terceros. No viven la falta de hijos como una renuncia, sino como la oportunidad de dedicar su tiempo y su energía a otras facetas sin el peso de la responsabilidad de su crianza. Ya lo decía Virginia Woolf, el mundo sería mucho más pobre si los grandes escritores hubieran cambiado sus libros por niños de carne y hueso. Autores como Platón, Émile Zola, Sartre, Descartes y Kant, o artistas como Francis Bacon o Beethoven nos han dejado un valioso legado sin necesidad de perpetuar sus genes (o tal vez en parte gracias a ello).
Junto al libre albedrío, los argumentos éticos y ecológicos son otro de los pilares del discurso de numerosos childfree. José Luis, que el año pasado se practicó una vasectomía, explica así lo definitivo de su postura: “No es que sobren personas en la Tierra, ¡lo que sobran son ricos! Cada españolito que nace tendrá un impacto medioambiental enorme y consumirá una cantidad indecente de recursos. Para mí, las familias numerosas son una demostración del egoísmo ciego de una sociedad egocéntrica lanzada a un consumo desaforado; mientras, la mitad de la humanidad no puede cubrir sus necesidades mínimas. ¿Cómo se atreven a decirme que soy un egoísta por no querer aumentar el desequilibrio?”, añade.
A pesar de sus argumentaciones –o tal vez precisamente porque estas cuestionan algunas de las asunciones sobre las que el grueso de la población construye sus esquemas–, quienes se cierran en banda a la posibilidad de reproducirse suelen ser vistos como seres inmaduros y egoístas. “Es difícil de entender”, afirma Javier, el marido de Asunción. “Traer una criatura a este mundo implica una responsabilidad enorme, pero nadie te pide explicaciones. Si soy un mal padre o no tengo el tiempo necesario para dedicarlo a mis niños, puedo hacer mucho daño; no tenerlos es una opción que no atañe a terceros. A veces pienso que el mundo sería mejor si la gente pensara más en por qué tienen niños en lugar de por qué algunos no los tenemos.”
¿Por qué tenemos hijos?
¿Por qué tenemos hijos? La cuestión que Javier coloca sobre el tapete no es tan fácil de responder como pudiera parecer. ¿Porque es lo natural, lo propio del ser humano? “Llevamos inscrito en los genes el instinto de reproducción, pero hemos evolucionado lo suficiente como para poder cuestionar nuestros instintos con la razón ¿no?”, argumenta el profesor de secundaria.
Desde un punto de vista meramente adaptativo, parece claro que procrear ha dejado de ser una necesidad. Durante gran parte de la historia del Homo sapiens, tener hijos aseguraba la supervivencia de la especie y del individuo. Pero ya hace mucho tiempo que la perpetuación de la especie humana no depende de que el máximo número de individuos fértiles se reproduzcan. La tensión entre una población mundial que aumenta en 80 millones al año y unos recursos cada vez más escasos alimenta la tesis contraria. Por otra parte, los hijos eran necesarios en el pasado para garantizar la seguridad individual, ya que la familia era el refugio de la vejez y una red de protección frente a la adversidad. La seguridad social, los seguros y los planes de pensiones cubren hoy estos aspectos.
¿Tenemos hijos porque necesitamos dejar nuestra impronta sobre el planeta? ¿Porque fuimos educados para ello? ¿Porque seguimos asumiendo sin cuestionarlo que es lo natural? ¿Simplemente porque es lo que queremos hacer? Para la escritora Corine Maier (que se dio a conocer internacionalmente con el polémico Buenos días, pereza), existe una conspiración de los gobiernos y de las empresas capitalistas a favor de la maternidad que anula y esclaviza al personal, en especial a las mujeres. Su libro No kids: 40 razones para no tener hijos ha sido número uno en ventas en Francia, uno de los países europeos con mayores tasas de natalidad. Con un tono provocador, al más puro estilo Risto Mejide, se marca el objetivo de “desmoralizar a los padres y madres en potencia”. Madre de dos hijos, Maier escribe: “Si no hubiera tenido hijos, estaría dando la vuelta al mundo con el dinero que he hecho con mis libros. En lugar de eso, tengo que quedarme en casa, servir las comidas, levantarme a las siete todos los días, repasar estúpidas lecciones y poner la lavadora. Todo eso, por dos hijos que me tratan como a la sirvienta. Algunos días me arrepiento de haberlos tenido. Y me atrevo a decirlo”.
No cabe duda de que convertirse en padres obliga a reajustar las rutinas y las prioridades. Decía el escritor Michael Levine que tener un piano no lo hace a uno pianista, del mismo modo que tener un hijo no lo convierte en padre. Ser padre requiere al menos tanto tiempo y dedicación como llegar a dominar el arte del piano, pero también es cierto que produce algunas de las satisfacciones mayores a las que puede aspirar el ser humano. Acompañar a un hijo en el apasionante proceso por el que pasa de ser un ser indefenso incapaz de valerse por sí mismo a un adulto autónomo es una experiencia transformadora, que nos permite redescubrirnos a nosotros mismos y redescubrir la vida y sus esencias. El amor padre-hijo es posiblemente la forma más limpia de amar, ya que es la única que está siempre dispuesta a darlo todo sin necesidad de reciprocidad.
De cuantas decisiones marcan nuestra vida, la de tener hijos es seguramente la más determinante. Podemos cambiar nuestra orientación profesional o nuestra pareja, pero no es posible devolver al útero materno un niño de tres años, un adolescente iracundo o un adulto que no nos entiende. La aventura de ser padres es grandiosa y de por vida y, al mismo tiempo, encierra una enorme responsabilidad. Vivimos tiempos en que podemos (y debemos) plantearnos si deseamos o no asumirla.
Para muchos, ver a sus hijos crecer y desenvolverse en la vida es una de las claves que dan sentido a su paso por el mundo; en cambio, otros sienten que su proyecto de vida es pleno y completo dedicándola a otros proyectos que los hacen sentirse realizados. Si asumimos que tener hijos no es ni una obligación ni una necesidad, podremos considerar tan válida una opción como la otra.
Abogados de la extinción
Gran parte de los males que aquejan al planeta y amenazan la supervivencia de muchas especies son producto de la mano del hombre. ¿Sería la Tierra un mundo mejor si desaparecieran los humanos? Para el Movimiento en Pro de la Extinción Humana Voluntaria, la respuesta es claramente afirmativa: la única solución posible es que los humanos dejemos de reproducirnos.
Puede sonar a chiste, pero no lo es. El VHEMT (Voluntary Extinction Movement, pronunciado vehement, por lo que sus miembros se autodenominan vehementes) cuenta con miles de voluntarios en todo el mundo. Su página web, traducida a 16 idiomas entre los que se encuentran el castellano y el catalán, propugna la no procreación como solución a los problemas del ecosistema. Acabar con la polución, el calentamiento global y el cambio climático está en nuestras manos, pero no basta con reciclar el plástico y el vidrio y utilizar gasolina sin plomo. Sólo la desaparición de nuestra especie podrá solucionar los problemas del ecosistema que nosotros mismos hemos creado.
Les U. Knight, fundador del VHEMT, pone especial atención en aclarar que se trata de un movimiento pacífico que no defiende la eliminación de los seres humanos que ya existen. Se trata de un movimiento informal que propugna el diálogo y el debate. A su juicio, traer una criatura al mundo es una forma de negación que equivale a alquilar habitaciones en un edificio ardiendo. “Y nada menos que a nuestros propios hijos” añade. Sabe que es improbable que el movimiento logre imponerse, pero aun así defiende que el Homo sapiens es un cáncer que está destruyendo el ecosistema y que deberíamos dejar de reproducirnos para que la vida pueda seguir su curso en la Tierra.
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