El sol abrasaba inamovible en el techo del cielo, sin nubes que se atravesaran a ocultarlo total o parcialmente, asfixiantemente brillante y poderosamente ardiente. Amigo de los vientos y las arenas del desierto, que en reuniones caóticas de elementos, bailaban una danza de destrucción y muerte.
El desierto, de por si ya un enemigo inabatible y titánico, imponente en proporciones, infernalmente caluroso y peligrosamente mortal, consumía los resquicios de vitalidad de todo lo que entraba en él. Hasta lo inerte perdía su vida-si la había tenido en algún momento- en aquel implacable lugar de aire, fuego y arena.
Desde cualquier punto, siempre a distancias que se escapaban de la comprensión, se podía ver un horizonte recortado por figuras irregulares y ondulantes por el calor que podían interpretarse entre delirios e intuiciones como arboles, montañas, o civilizaciones al margen del final del desierto. La mitad espejismos, la otra mitad realidad distorsionada.
El suelo, estéril y agotado en toda su extensión, se resquebrajaba en llanos salteados y espontáneos que no llegaban a cubrirse de arena y que parecían gritar suplicando por el agua que llevaban lustros sin probar, y allí donde los llanos estaban cubiertos, dunas de cortante arena fina se erigían de maneras irregulares y caprichosas creando serpenteantes figuras en la imagen.
El desierto era la apoteosis de la desolación mas solitaria y decadente, el despropósito de un lugar de pesadilla, un abismo de temperaturas insoportables, alzado a la tierra para ser temido por las personas. Fuente inagotable de fabulas, leyendas y rumores. Fabrica de muerte.
Pero aquel sueño le había dicho que allí, donde nada podía sobrevivir, él tendría que hacerlo si quería encontrar el santo grial, el secreto de la vitalidad eterna y la resolución de la condición humana. Algo mas importante que su propia existencia, pues englobaba todas las existencias que pudiese haber. La revelación de la verdad absoluta por encima de la vida o la muerte, de el, y de todas las personas que componían el flujo vital universal. El salvoconducto para alcanzar una condición por encima de lo humanamente concebible en un prisma de realidad incomprensible para la mente mundana.
Aquel sueño le había llevado sobrevolando -en forma de conciencia, y no físicamente- las abrasadoras y sofocantes arenas del desierto a vislumbrar el lugar al que tendría que llegar. Un lugar fuera de todo concepto establecido.
Rodeado de nada, empequeñeciendo al propio desierto restandole importancia, se exhibía un conjunto de pétreas moles de medidas impensables, ángulos y planos imposibles y formas geométricas desacertadas. Cuatro monolitos de piedra que desafiaban toda ley física por proporciones, peso y formas, enteramente grabados en tallados cripticos difícilmente reconocibles por separado, y asombrosamente claros -aun sin ser comprensibles- cuando se veían desde una perspectiva de conjunto.
En medio de las cuatro figuras monolíticas, que formaban un rectángulo visto desde arriba, y que se alzaban hasta perderse de vista en la bóveda del cielo, se alzaba -sin faltar o alejarse demasiado de la esencia de lo que realmente era- algo que se podría describir como un mausoleo atípico y degenerado, de proporciones igualmente dantescas, de bastos planos tallados con los mismos cripticos que los monolitos en sus cuatro caras, con aristas que no correspondían a la lógica, colocadas donde era imposible que estuviesen y en ángulos que cambiaban según desde donde se mirasen. Una geometría totalmente insana y errónea.
En su cara frontal, la puerta del mausoleo, solo discernible por la ínfima pero visible holgura que tenia entre ella y el titanico bloque de piedra donde se engarzaba a la perfección, era lo único que rompía las formas delirantes de aquel mastodonte de piedra y grabados. La armonía desordenada del aspecto de todo aquello resultaba inquietante.
Entre los tallados y bajorrelieves, la arena se incrustaba minuciosamente, salpicando de ocre apagado el gris oscuro y marchito de la piedra. Todo el conjunto parecía erigirse incalculables kilómetros hacia el cielo, y otros innumerables kilómetros hacia las profundidades de la tierra, por debajo de la linea que marcaban las dunas que arropaban las columnas y el mausoleo.
Con el calor ondulante que subía del suelo, los grabados parecían cobrar un desagradable movimiento asíncrono que parecía querer contar historias sobre antiguos horrores que se remontaban a épocas no conocidas por el hombre. Relatos de indescifrables rituales y atroces sacrificios en ofrenda a dioses venidos de las estrellas. Dioses que reclamaban vidas y sangre en una orgía de desolación y ruina.
Aterraba pensar que ese oasis de roca y jeroglíficos fuese obra humana, y casi tanto o mas pavor daba pensar que realmente no era creación del hombre. Se hacia ridículo concebir aquello física y mentalmente en una perspectiva ordinaria. Era excesivamente sobrecogedor.
Y allí, según su sueño, era donde se escondía y refugiaba la llave de la solemne eternidad, la redención del cuerpo y la conciencia, la renuncia del ser individual en todas sus vertientes en pos de algo mucho mas universal y abstracto, mas puro e intangible. Una deserción de lo material para pasar a un pensamiento único y global.