Sí, ya sé que éramos pocos y parió la abuela, pero creo que es necesario este hilo. Unos empezarán a despotricar como buenos panfleteros, otros se dedicarán a dar manitas y otros pasarán de largo. Pero quizás dos o tres personas se lo lean, quizás, puede que alguno ponga algún link en el que rebatan el artículo, e incluso –ya muy difícil- puede que alguno lo rebata él mismo dando lugar a un bonito debate. O puede que simplemente el hilo se hunda en el olvido ante su vasta densidad.
LIBERALISMO versus ANARCOCAPITALISMO, por Jesús Huerta de Soto
Introducción
El pensamiento liberal teórico y político se encuentra en esta primera década del siglo XXI en una encrucijada de trascendental importancia. Aunque la caída del Muro de Berlín y del socialismo real a partir de 1989 parecieron anunciar “el fin de la historia” (en la tan infeliz como rimbombante expresión de Francis Fukuyama), lo cierto es que hoy, y en muchos aspectos más que nunca, impera por doquier el estatismo y la desmoralización de los amantes de la libertad. Es urgente y se hace preciso, por tanto, un “aggiornamento” del liberalismo, es decir, una profunda revisión y puesta al día del ideario liberal a la luz de los últimos avances de la Ciencia Económica y de la experiencia acumulada en los últimos acontecimientos históricos. El punto de partida fundamental de esta revisión consiste en reconocer que el liberalismo clásico ha fracasado en su intento de limitar el poder del estado y que hoy la ciencia económica está en disposición de explicar el por qué este fracaso era inevitable. A su vez, la teoría dinámica de los procesos de cooperación social impulsados por la empresarialidad que da lugar al orden espontáneo del mercado se generaliza y convierte en todo un análisis del sistema anarcocapitalista de cooperación social que surge como el único sistema verdaderamente viable y compatible con la naturaleza del ser humano.
En el presente artículo se analizan con detalle estas cuestiones junto con una serie de consideraciones complementarias de tipo práctico y de estrategia científica y política. Además, se aprovecha el análisis contenido en el mismo para aclarar determinados malentendidos y errores de interpretación que a menudo suelen plantearse.
El error fatal del liberalismo clásico
El error fatal de los liberales clásicos radica en no haberse dado cuenta de que el programa del ideario liberal es teóricamente imposible pues incorpora dentro de sí mismo la semilla de su propia destrucción, precisamente en la medida en que considera necesaria y acepta la existencia de un estado (aunque sea mínimo) entendido como la agencia monopolista de la coacción institucional.
Por tanto, el gran error de los liberales es de planteamiento: piensan que el liberalismo es un programa de acción política y doctrina económica que tiene por objetivo limitar el poder del estado, pero aceptándolo e incluso considerando necesaria su existencia. Sin embargo, hoy (en la primera década del siglo XXI), la Ciencia Económica ya ha puesto de manifiesto: (a) que el estado no es necesario; (b) que el estatismo (aunque sea mínimo) es teóricamente imposible; y (c) que, dada la naturaleza del ser humano, una vez que existe el estado es imposible limitar su poder. Comentaremos por separado cada uno de estos aspectos.
El Estado como ente innecesario
Desde el punto de vista científico, solo desde el equivocado paradigma del equilibrio puede llegar a pensarse que exista una categoría de “bienes públicos” en los que, por darse los requisitos de oferta conjunta y no rivalidad en el consumo, se justificaría prima facie la existencia de una agencia monopolista de la coacción institucional (estado) que obligara a todos a financiarlos.
Sin embargo, la concepción dinámica del orden espontáneo impulsado por la función empresarial que ha desarrollado la Escuela Austriaca de Economía ha echado por tierra toda esta teoría justificativa del estado: siempre que surge una situación (aparente o real) de “bien público”, i.e. de oferta conjunta y no rivalidad en el consumo, surgen los incentivos necesarios para que el ímpetu de la creatividad empresarial la supere mediante las innovaciones tecnológicas, jurídicas y los descubrimientos empresariales que hacen posible la solución de cualesquiera problemas que pudieran plantearse (siempre y cuando el recurso no sea declarado “público” y se permita el libre ejercicio de la función empresarial y la concomitante apropiación privada de los resultados de cada acto de creatividad empresarial). Así, por ejemplo, el sistema de faros marítimos fue durante mucho tiempo de titularidad y financiación privada en el Reino Unido, lográndose por procedimientos privados (asociaciones de navegantes, precios portuarios, control social espontáneo, etc.) solventar el “problema” de lo que se considera en los libros de texto de economía “estatistas” el caso más típico de “bien público”. Igualmente, en el lejano oeste norteamericano se planteó el problema de la definición y defensa del derecho de propiedad de, por ejemplo, las reses de ganado en amplísimas extensiones de tierra, introduciéndose paulatinamente diversas innovaciones empresariales (“marcaje” de las reses, vigilancia continua por “cow-boys” a caballo armados y, finalmente, el descubrimiento e introducción del alambre de espino que, por primera vez, permitió la separación efectiva de grandes extensiones de tierra a un precio muy asequible) que solucionaron los problemas conforme se iban planteando. Todo este flujo creativo de innovaciones empresariales se habría bloqueado por completo si los recursos hubieran sido declarados “públicos”, excluidos de la propiedad privada y gestionados burocráticamente por una agencia estatal. (Y así, hoy en día, por ejemplo, la mayoría de calles y carreteras están cerradas a la introducción de innumerables innovaciones empresariales – como el cobro de precio por vehículo y hora, la gestión privada de la seguridad, de la polución acústica, etc. – y ello a pesar de que la mayoría ya no plantean problema tecnológico alguno, pues dichos bienes han sido declarados “públicos” imposibilitándose así su privatización y gestión creativa empresarial).
Además, a nivel popular se piensa que el estado es necesario porque se confunde la existencia del mismo (innecesaria) con el carácter imprescindible de muchos de los servicios y recursos que hoy (malamente) oferta (casi siempre so pretexto de su carácter público) con carácter exclusivo. Los seres humanos observan que hoy en día las carreteras, los hospitales, las escuelas, el orden público, etc., son proporcionados en gran (sino en exclusiva) medida por el estado, y como son muy necesarios, concluyen sin más análisis que el estado es también imprescindible. No se dan cuenta de que los recursos citados pueden producirse con mucha más calidad y de forma más eficiente, barata, y conforme con las cambiantes y variadas necesidades de cada persona, a través del orden espontáneo del mercado, la creatividad empresarial y la propiedad privada. Además, caen en la trampa de creer que el estado es también necesario para proteger a los indefensos, pobres y desvalidos (sean “pequeños” accionistas, consumidores de a pie, trabajadores, etc.) sin entender que las supuestas medidas de protección sistemáticamente tienen el efecto, como demuestra la teoría económica, de perjudicar en cada caso precisamente a aquellos a los que se dice proteger, por lo que desaparece también una de las más burdas y manidas justificaciones de la existencia del estado.
Decía Rothbard que el conjunto de los bienes y servicios que actualmente proporciona el estado se dividen, a su vez, en dos subconjuntos: el de aquellos que hay que eliminar y el de aquellos que es preciso privatizar. Es claro que los bienes citados en el párrafo anterior pertenecen al segundo grupo y que la desaparición del estado, lejos de significar la desaparición de carreteras, hospitales, escuelas, orden público, etc., implicaría su provisión, con más abundancia, calidad y a un precio más asequible (siempre en comparación con el coste real que vía impuestos actualmente pagan los ciudadanos). Además, hay que señalar que los casos históricos de caos institucional y desorden público que puedan señalarse (por ejemplo, en muchas ocasiones durante los años previos y durante la Guerra Civil en la Segunda República española, u hoy en día en amplias zonas de Colombia o en Irak) se deben al vacío de provisión de estos bienes creado por los propios estados que ni hacen con un mínimo de eficiencia lo que en teoría deberían hacer según sus propios seguidores, ni dejan hacer al sector privado y empresarial, pues el estado prefiere el desorden (que, además, parece legitimar su presencia coactiva con más intensidad) a su desmantelamiento y privatización a todos los niveles.
Es especialmente importante entender que la definición, adquisición, transmisión, intercambio y defensa de los derechos de propiedad que articulan e impulsan el proceso social, no requieren de una agencia monopolista de la violencia (estado). Y no sólo no la requieren sino que, por el contrario, el estado siempre actúa pisoteando múltiples títulos legítimos de propiedad, defendiéndolos de forma muy deficiente y corrompiendo el comportamiento individual (moral y jurídico) de respeto a los derechos de propiedad privada ajena.
El sistema jurídico es la plasmación evolutiva que integra los principios generales del derecho (especialmente de propiedad) compatibles con la naturaleza del ser humano. El derecho, por tanto, no es lo que el estado decide (democráticamente o no), sino que está ahí, inserto en la naturaleza del ser humano, aunque se descubra y consolide jurisprudencial y, sobre todo, doctrinalmente de forma evolutiva (en este sentido consideramos que el sistema jurídico de tradición romana y continental, por su carácter más abstracto y doctrinal, es muy superior al sistema anglosajón del common law, que surge de un desproporcionado respaldo del estado a las decisiones o fallos judiciales que, a través del “binding case”, introducen en el sistema legal todo tipo de disfunciones provenientes de las circunstancias e intereses particulares que preponderan en cada proceso). El derecho es evolutivo y consuetudinario y, por tanto, es previo e independiente del estado y no requiere para su definición y descubrimiento de ninguna agencia monopolista de la coacción.
Y el estado no sólo no es preciso para definir el derecho. Tampoco lo es para hacerlo valer y defenderlo, y esto debe resultar especialmente obvio en los tiempos actuales, en los que el uso – incluso, paradójicamente, por muchos organismos gubernamentales –de empresas privadas de seguridad, está a la orden del día.
No puede pretenderse que expongamos aquí con detalle cómo funcionaría la provisión privada de los que hoy se consideran como “bienes públicos” (aunque el no saber a priori cómo solucionaría el mercado infinidad de problemas concretos es la objeción ingenua y fácil de aquellos que prefieren el statu quo actual so pretexto de que “más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer”). De hecho, no pueden conocerse hoy las soluciones empresariales que un ejército de emprendedores daría a los problemas planteados – si se les dejase hacerlo –. Pero lo que hasta los más escépticos han de reconocer es que “lo que hoy ya se sabe” es que el mercado, impulsado por la empresarialidad creativa, funciona y precisamente lo hace en la medida en que el estado no interviene coactivamente en su proceso social. Y que las dificultades y conflictos siempre surgen precisamente allí donde no se deja que se desarrolle libremente el orden espontáneo del mercado. Por eso, los teóricos de la libertad (y con independencia del esfuerzo realizado desde Gustav de Molinari hasta hoy imaginando cómo funcionaría la red anarcocapitalista de agencias privadas de seguridad y defensa patrocinadoras cada una de ellas de sistemas jurídicos más o menos marginalmente alternativos) nunca deben de olvidar que precisamente lo que nos impide conocer cómo sería un futuro sin estado (el carácter creativo de la función empresarial), es lo que nos da la tranquilidad de saber que cualquier problema tenderá a ser superado al dedicarse a su solución todo el esfuerzo y la creatividad de los seres humanos implicados (Kirzner 1985, 168). Ahora bien, gracias a la Ciencia Económica no sólo sabemos que el mercado funciona, también sabemos que el estatismo es teóricamente imposible.
Por qué el estatismo es teóricamente imposible
La teoría económica de la Escuela Austriaca sobre la imposibilidad del socialismo se generaliza (Huerta de Soto 1992, 151-153) y convierte en toda una teoría sobre la imposibilidad del estatismo, entendido como el intento de organizar cualquier parcela de la vida en sociedad mediante los mandatos coactivos de intervención, regulación y control procedentes del órgano monopolista de la agresión institucional (estado). Y es imposible que el estado cumpla sus objetivos coordinadores en cualquier parcela del proceso de cooperación social en que pretenda intervenir, incluyendo especialmente los ámbitos del dinero y la banca (Huerta de Soto, 1998), del descubrimiento del derecho, de la impartición de Justicia y del orden público (entendido como la prevención, represión y sanción de los actos criminales), por los siguientes cuatro motivos:
(a) Por el enorme volumen de información que necesitaría para ello y que sólo se encuentra de forma dispersa o diseminada en los millones de personas que cada día participan en el proceso social.
(b) Dado el carácter predominantemente tácito y no articulable (y, por tanto, no transmisible de forma inequívoca) de la información que necesitaría el órgano de intervención para dar un contenido coordinador a sus mandatos.
(c) Porque la información que se utiliza a nivel social no está “dada” sino que cambia continuamente como consecuencia de la creatividad humana, siendo obviamente imposible transmitir hoy una información que sólo será creada mañana y que es la que necesita el órgano de intervención estatal para que mañana pueda lograr sus objetivos; y
(d) Sobre todo porque el carácter coactivo de los mandatos del estado, y en la medida en que sean cumplidos e incidan con éxito en el cuerpo social, bloquea la actividad empresarial de creación de esa información que es precisamente la que necesita como “agua de mayo” la organización estatal de intervención para dar un contenido coordinador (y no desajustador) a sus propios mandatos.
Además de ser teóricamente imposible, el estatismo genera toda una serie de efectos distorsionadores periféricos muy dañinos: fomento de la irresponsabilidad (al no conocer el estado el coste real de su intervención actúa de forma irresponsable); destrucción del medio ambiente cuando éste es declarado bien público y se impide su privatización; corrupción de los conceptos tradicionales de Ley y Justicia que pasan a ser sustituidos por los de mandato y justicia “social” (Hayek 2006, 25-357); corrupción mimética del comportamiento individual que cada vez se hace más agresivo y respeta menos la moral y el derecho.
Este análisis nos permite concluir también que si en la actualidad determinadas sociedades prosperan ello no es por el estado sino, precisamente, a pesar de él (Rodríguez Braun, 1999), pues todavía muchos seres humanos conservan la inercia del comportamiento pautado sometido a leyes en sentido material, siguen existiendo parcelas de mayor libertad relativa y el estado suele ser muy ineficiente a la hora de imponer sus forzosamente torpes y ciegos mandatos. Además, incluso hasta los incrementos más marginales de libertad generan notables impulsos de prosperidad, lo que ilustra hasta qué punto podría avanzar la civilización si pudiera desembarazarse de la rémora del estatismo.
Finalmente, ya hemos comentado el espejismo que afecta a todos aquellos que identifican al estado con la provisión de los bienes (“públicos”) que hoy (costosa y malamente) proporciona, concluyendo erróneamente que la desaparición del estado implicaría necesariamente la desaparición de sus preciados servicios, y ello en un entorno de continuo adoctrinamiento político a todos los niveles (y, especialmente, a
través del sistema educativo que ningún estado, por razones obvias, quiere dejar de controlar), de imposición totalitaria de los criterios “políticamente correctos”, y de racionalización autocomplaciente del statu quo por parte de una mayoría que se niega a ver lo obvio: que el estado no es sino una entelequia constituida por una minoría para vivir a costa de los demás, a los que primero explota, luego corrompe y después compra con recursos ajenos (impuestos) “favores” políticos de todo tipo.
La imposibilidad de limitar el poder del estado: su carácter “letal” en combinación con la naturaleza del ser humano
Una vez que existe el estado es imposible limitar la expansión de su poder. Es cierto que, como indica Hoppe, determinadas formas políticas (como la monarquía absoluta, en la que el Rey-propietario será ceteris paribus más cuidadoso a largo plazo para “no matar a la gallina de los huevos de oro”) tenderán a expansionar su poder e intervenir algo menos que otras (como la democracia, en la que no existen incentivos efectivos para que alguien se preocupe por lo que acaezca más allá de las próximas elecciones). También es cierto que, en determinadas circunstancias históricas, ha dado la impresión de que la marea intervencionista se había, hasta cierto punto, contenido. Pero el análisis histórico es incontrovertible: el estado no ha dejado de crecer (Hoppe, 2004). Y no ha dejado de crecer porque la mezcla del estado, como institución monopolista de la violencia, con la naturaleza humana es “explosiva”. El estado impulsa y atrae como un imán de fuerza irresistible las pasiones, vicios y facetas más perversas de la naturaleza del ser humano que intenta, por un lado, evadirse a sus mandatos y, por otro, aprovecharse del poder monopolista del estado todo lo que pueda. Además, y especialmente en los entornos democráticos, el efecto combinado de la acción de los grupos privilegiados de interés, los fenómenos de miopía gubernamental y “compra de votos”, el carácter megalómano de los políticos y la irresponsabilidad y ceguera de las burocracias generan un cóctel peligrosamente inestable y explosivo, continuamente zarandeado por crisis sociales, económicas y políticas que, paradójicamente, son siempre utilizadas por los políticos y “líderes” sociales para justificar ulteriores dosis de intervención que, en vez de solucionar, crean y agravan aún más los problemas.
El estado se ha convertido en el “ídolo” al que todos recurren y adoran. La estatolatría es, sin duda alguna, la más grave y peligrosa enfermedad social de nuestro tiempo. Se nos educa para creer que todos los problemas pueden y deben ser detectados a tiempo y solucionados por el estado. Nuestro destino depende del estado y los políticos que lo controlan deben garantizarnos todo lo que exija nuestro bienestar. El ser humano permanece inmaduro y se rebela contra su propia naturaleza creativa (que hace ineludiblemente incierto su futuro). Exige una bola de cristal que le asegure no sólo conocer lo que va a pasar sino además que cualesquiera problemas que surjan le serán solucionados. Esta “infantilización” de las masas se fomenta de forma deliberada por los políticos y líderes sociales pues así justifican públicamente su existencia y aseguran su popularidad, situación de predominio y capacidad de control. Además una legión de intelectuales, profesores e ingenieros sociales se suman a esta arrogante borrachera del poder.
Ni siquiera las iglesias y denominaciones religiosas más respetables han sido capaces de diagnosticar que la estatolatría es hoy en día la principal amenaza al ser humano libre, moral y responsable; que el estado es un ídolo falso de inmenso poder al que todos adoran y que no consiente que los seres humanos se liberen de su control ni tengan lealtades morales o religiosas ajenas a las que él mismo pueda dominar. Es más, ha logrado algo que a priori podría parecer imposible: distraer sinuosa y sistemáticamente a la ciudadanía de que él es el verdadero origen de los conflictos y males sociales, creando por doquier “cabezas de turco” (el “capitalismo”, el ánimo de lucro, la propiedad privada) a las que culpar de los problemas y dirigir la ira popular, así como las condenas más serias y rotundas de los propios líderes morales y religiosos, casi ninguno de los cuales se ha dado cuenta del engaño ni atrevido hasta ahora a denunciar que la estatolatría es la principal amenaza en el presente siglo a la religión, a la moral y, por tanto, a la civilización humana.
Así como la caída del Muro de Berlín en 1989 fue la mejor ilustración histórica del teorema de la imposibilidad del socialismo, el fracaso mayúsculo de los teóricos y políticos liberales a la hora de limitar el poder del estado ilustra a la perfección el teorema de la imposibilidad del estatismo y, en concreto, que el estado-liberal es en sí mismo contradictorio (por encarnar un estado-coactivo aunque sea “limitado”) y teóricamente imposible (pues aceptada la existencia del estado es imposible limitar el crecimiento de su poder). En suma, que el “estado de derecho” es un ideal imposible y una contradicción en los términos tan flagrante como la que supondría referirse a “la nieve caliente, a una puta virgen, a un esqueleto obeso, o a un cuadrado circular” (Jasay 1990, 35), o como en la que caen los “ingenieros sociales” y economistas neoclásicos cuando se refieren a un “mercado perfecto” o al denominado “modelo de competencia perfecta” (Huerta de Soto 2007, 347-348).